Por Pau Waelder
¿Cómo percibe su entorno una garrapata? Partiendo de la observación de las condiciones en que se desarrolla la existencia de este diminuto parásito, el biólogo Jakob von Uexküll (1864-1944) elaboró una reflexión que ponía en tela de juicio la visión antropocéntrica del mundo. La garrapata carece de ojos u oídos pero puede percibir la luz a través de su piel, oler la presencia de un mamífero y sentir el calor que desprende su cuerpo. Estos indicadores le permiten realizar su función vital, que consiste en prenderse de la piel de un animal y alimentarse de su sangre. La garrapata puede vivir durante años sin alimentarse, a la espera de que se activen las tres señales que constituyen su entorno y hacen posible su única actividad: una vez alimentado, el insecto suelta sus huevos y muere. Para el biólogo, este particular ejemplo es ilustrativo de la manera en que todos los animales perciben su entorno, un espacio que se articula en torno a aquellos objetos o estímulos que son cruciales para su existencia. De ello extrae que no existe una única realidad que engloba a todos los seres vivos y tiene en su cúspide a los humanos, sino que cada cual se halla inmerso en su propia burbuja, un espacio perceptivo constituido por “marcas de percepción” al que Uexküll asigna el término Umwelt (mundo circundante). El biólogo enfatiza que todos observamos el mundo de esta manera, pero nos equivocamos al creer que esta visión es objetiva y común a todas las criaturas que hay en nuestro planeta:
“Nos consolamos con demasiada facilidad con la ilusión de que las relaciones de otro tipo de sujeto con las cosas de su entorno se desarrollan en el mismo espacio y tiempo que las relaciones que nos unen a las cosas de nuestro entorno humano. Esta ilusión se alimenta de la creencia en la existencia de un único mundo, en el que todos los seres vivos están encerrados. De ahí surge la convicción generalizada de que debe haber un único espacio y tiempo para todos los seres vivos. Sólo recientemente los físicos han planteado dudas sobre la existencia de un universo con un único espacio válido para todos los seres.”
Como señala el filósofo Giorgio Agamben, la reflexión de Uexküll se produce en el momento en que la física cuántica y las vanguardias artísticas cuestionaban los modelos monolíticos y jerárquicos de las ciencias tradicionales, centrados en la hegemonía del homo sapiens y la imagen de una naturaleza supeditada a la necesidades humanas. Pese a que este cambio de perspectiva se plantea hace casi un siglo, la visión antropocéntrica del mundo no deja ser predominante, e incluso se acentúa por medio de un sometimiento cada vez mayor del medio natural y de todos los seres que habitan en él a los deseos y caprichos de los ciudadanos de los países más industrializados. El impacto de la actividad humana en la vida en la Tierra es tan profundo e irreversible que lleva al ecólogo Eugen Stoermer y el químico Paul Crutzen a proponer en 2000 una nueva era geológica: el Antropoceno. Esta noción debía suponer una llamada de atención hacia el desequilibrio que provoca la incesante explotación de los recursos naturales, pero parece haber señalado el triunfo del dominio de los humanos sobre los ecosistemas terrestres, llegando al punto en que se plantea la posibilidad de emplear la geo-ingeniería para convertir el planeta en una máquina que sirva a nuestros propósitos de una manera más eficiente.
El Umwelt de las máquinas
La convicción de que el mundo puede arreglarse o re-diseñarse gracias a la ciencia y la tecnología denota el pensamiento de una sociedad que ha hecho de las ciudades su hábitat natural y que ha integrado en su percepción del entorno la mediación del software y las redes de datos. El ingeniero y filósofo Yuk Hui afirma que la tecnología ha dejado de ser una simple herramienta para influir en nuestros procesos mentales, por medio de la intervención de algoritmos que automatizan decisiones y configuran deseos y experiencias. La imbricación de las plataformas digitales en nuestras actividades cotidianas es tan estrecha que ya no podemos hablar de espacios virtuales, puesto que lo que ocurre en ellos se considera tan real como lo que sucede en el entorno físico. Esto se da en un contexto en el que, paradójicamente, nuestro mundo circundante se ha comprimido pero también se ha expandido más allá del espacio inmediato que abarcan nuestros sentidos. Concentrado en la pantalla del smartphone, uno puede no ver la farola que tiene enfrente, pero a la vez ser plenamente consciente de una conversación que se produce con personas situadas a miles de kilómetros. Las “marcas de percepción” a las que se refería Uexküll se sitúan predominantemente, en ese momento, en los iconos y mensajes que emanan de la pantalla. Podríamos pensar, pues, en un sujeto alienado por su smartphone, pero se trata más bien de la reconfiguración en tiempo real de la realidad que percibe, determinada por la actividad que quiere llevar a cabo. La interacción con los dispositivos digitales nos lleva finalmente a la constatación de la existencia de esos mundos perceptivos en los que cada ser vivo se halla inmerso, y en la desconexión y exclusión existente entre ellos. Ha sido necesario adentrarse en lo virtual para entender nuestra compleja percepción de lo real.
En Virtual Playground, Fran Pérez Rus nos propone una experiencia immersiva en el Umwelt de las máquinas, a fin reflexionar sobre nuestra propia forma de ver el espacio que nos rodea. Una instalación compuesta por elementos geométricos de color verde croma (un tono empleado para crear fondos artificiales debido a que es captado nítidamente por los sensores de imagen en las cámaras de vídeo) evoca un entorno ajeno a lo humano, que no obstante incorpora referencias a la escultura minimalista y los gabinetes de curiosidades. Los objetos cuidadosamente dispuestos en la sala no se prestan a una lectura inmediata, puesto que no ofrecen referencias evidentes a algo que entraría en nuestro mundo perceptivo. Se resisten a convertirse en marcas de sentido. Al mismo tiempo, parecen prestarse a la captación de una visión computerizada, de sensores y cámaras que serían capaces de extraer datos, y tal vez algún sentido, de este misterioso conjunto de elementos. El encuentro con este entorno nos lleva ya a enfrentarnos a la posibilidad de una realidad que se escapa a nuestra percepción del mundo, una perspectiva post-antropocéntrica que podemos comprender a través de las máquinas.
El espacio lo habita un artilugio que se está convirtiendo en el símbolo de nuestra inevitable transición hacia esta nueva realidad. Spot es un robot con apariencia canina desarrollado por la empresa Boston Dynamics desde 2016 que ha empezado a comercializarse en 2020 y ya está siendo empleado por empresas en tareas de inspección y mantenimiento, así como en el apoyo a patrullas policiales y militares. Con un cuerpo formado por una sección rectangular y cuatro estilizadas patas, recuerda al perfil de un galgo sin cabeza, a la vez amistoso y siniestro. Anunciado por sus fabricantes como “el nuevo mejor amigo”, el robot cuenta con una extraordinaria movilidad y autonomía que le permiten ejecutar el tipo de tareas que se confiarían a un perro adiestrado. Spot, de hecho, debe ser guiado por la ruta que debe seguir y que posteriormente será capaz de realizar por su cuenta, gracias a su capacidad para reconocer los espacios que transita por medio de cámaras o sensores. De esta manera, al igual que la garrapata o cualquier ser vivo, el robot construye su mundo circundante por medio de la creación de marcas de percepción que determinan aquello que es relevante y que requiere una acción concreta. El conocimiento del mundo (si podemos llamarlo así) que obtiene esta máquina nos invita a reflexionar acerca de cómo nuestra propia percepción llega a estar tan acotada por ciertos estímulos como lo está la del robot y en qué medida el espacio que nos rodea se reduce a distancias, obstáculos, vías de acceso y destinos predeterminados.
El encuentro con Spot también supone enfrentarse a la alteridad de aquello que no es humano, pero tiene una participación activa en nuestro entorno inmediato. Este papel lo suelen desempeñar los animales, pero la domesticación ha hecho que sean vistos principalmente como mascotas, por tanto supeditados a las necesidades humanas y despojados de una agencia que, no obstante, sí otorgamos a las máquinas. El investigador Mark Coeckelbergh señala que nuestra relación con los animales es precisamente lo que dará forma a nuestra relación con los robots. Los robots de apariencia no-humana resultan más fáciles de diseñar, evitan el efecto de “valle inquietante” de las réplicas antropomórficas y refuerzan la expectativa de una relación de sumisión que ya se produce con los animales domésticos. Spot cumple con estos objetivos gracias a su apariencia de perro disciplinado, sus gráciles movimientos y su capacidad para ejecutar coreografías graciosas. Pero no deja de ser una máquina con una autonomía y el equipamiento necesario para ser letal, como ya se sugería desde la ciencia ficción y parece indicar su uso por parte del ejército francés y el cuerpo de policía de Nueva York. En la instalación, Spot acude a nuestra llamada pero no como una pieza físicamente situada en la sala, sino como un objeto de Realidad Aumentada que podemos ver a través de la pantalla del smartphone y situar donde nos plazca. Pese a ser una mera representación visual que se superpone a lo que capta la cámara del dispositivo, la presencia del robot resulta intimidatoria si se mira directamente a las cámaras estereoscópicas que forman su rostro.
El espacio de lo real
La existencia del robot en un espacio simulado refuerza el cuestionamiento de nuestra percepción de la realidad mediada por la tecnología y la inevitable visión antropocéntrica del mundo. Al contraerse y, simultáneamente, expandirse de forma incontrolada los límites de nuestro mundo circundante, la relación con el espacio se desarticula, pierde sus coordenadas. Como señala el filósofo Nelson Brissac:
“No tenemos todavía el equipamiento perceptivo necesario para afrontar [las] nuevas dimensiones espaciales. […] La mutación del espacio ha superado la capacidad del cuerpo humano de localizarse, de organizar perceptivamente el espacio circundante y representar cognitivamente su posición en el mundo exterior. […] Se vuelve imposible representar. Hoy el espacio está sobrecargado de dimensiones más abstractas […] Lo que está en juego no se desvela a la experiencia, no se manifiesta de modo visible. Se da en dimensiones espaciales y temporales que trascienden la situación inmediata y local”.
Los objetos de color verde croma, con su potencial configuración como espacios otros, que una cámara podría borrar o rellenar con otras imágenes, el uso de tecnología de Realidad Aumentada y la proyección de una cuadrícula en la pared ilustran la compleja percepción del espacio a la que se refiere Brissac. Todo espacio real está atravesado por la posibilidad de ser convertido en otro con la mediación de un dispositivo digital, a la vez que se experimenta de forma simultánea con otros acontecimientos que tienen lugar en localidades remotas y que nos llegan a través de datos, imágenes, textos y voces. La pantalla del smartphone convierte cualquier lugar en una heterotopía, ese espacio que según el filósofo Michel Foucault yuxtapone en un mismo sitio varios espacios incompatibles entre sí. No existe ya, por tanto, la posibilidad de estar en un único lugar a la vez. Nuestra presencia y nuestra propia percepción de la realidad se distribuye entre varios espacios, tan palpables como ficticios, en los que habita nuestra conciencia.
El espacio expositivo es, en sí mismo, un entorno ficticio que acoge por medio de las obras varios espacios simulados cuya finalidad es la de ser observados. Pese a la herencia cultural del edificio y el patrimonio que acoge, la sala de exposiciones es siempre un espacio que se vacía para dar cabida a otra realidad. El sociólogo Niklas Luhmann asevera que esta es precisamente la función de la obra de arte: crear una realidad propia que se separa de la realidad cotidiana, a fin de ofrecer una posición desde la cual algo pueda señalarse como real. En este juego de significados, las piezas de Fran Pérez Rus nos invitan a ver en un ambiente de clara artificialidad una representación de nuestra visión sesgada del mundo y la casi insuperable dificultad de concebirlo desde una perspectiva que no esté centrada en lo humano. El contexto específico de la exposición acentúa esta percepción antropocéntrica, puesto que ¿para quién puede estar concebida la muestra si no es para los espectadores? Habrá quien experimente cierta frustración si siente que las obras no le interpelan, que no le ofrecen claves para su descodificación o le conducen amablemente hacia lugares comunes. Pero es precisamente ante esta contrariedad donde puede surgir la reflexión que conduce al sentido último de este proyecto artístico.
Un campo de entrenamiento para lo post-antropocéntrico
Retomando a Uexküll, afirma Agamben que, dado que cada mundo circundante es una unidad cerrada en sí misma que depende de ciertas marcas de sentido, es preciso que el investigador que observa a un animal identifique esas marcas para perfilar el entorno en el que vive. El biólogo afirma, por su parte, que a través de dichas marcas y las acciones que lleva a cabo, cada individuo configura el espacio que habita, por tanto que sin individuo no puede haber espacio. Estas dos últimas reflexiones nos llevan a situar el papel de los espectadores en esta exposición, como investigadores de las marcas de sentido que configuran este particular espacio que tratan de comprender. Un espacio que, de forma contradictoria, está concebido para que lo observe un público humano y diseñado para ser percibido como algo destinado a la mirada de una máquina. En este encuentro se da, potencialmente, la reflexión que lleva a cuestionar la propia visión antropocéntrica a partir de la experiencia de una realidad que es ajena a lo humano. Pero, al mismo tiempo, a través de esta reflexión los espectadores crean marcas de sentido y configuran el espacio de nuevo como un entorno humano, que les interpela en cuanto les ha suscitado la reflexión inicial.
Esta circularidad completa el proceso de aprendizaje que extraemos de esta propuesta: el reconocimiento de la existencia de una multitud de entornos perceptivos dentro de una realidad que creíamos única e idéntica para todos los seres vivos (y también para las máquinas). La experiencia humana no es ya el baremo de todas las vivencias posibles. Esta constatación no limita nuestra visión del mundo, sino que la enriquece aún más.
Pau Waelder
Abril, 2021
Por Santiago Morilla
Tengo que ver una cosa mil veces antes de verla una vez. (Thomas Wolfe)
Empecemos por el principio, seamos sinceros… ¿Tenemos tiempo para mirar las nubes? ¿Lo hacemos acaso? Y si es así, ¿sabemos interpretar qué nos están diciendo? Sin duda, cada espectador observará y reaccionará a sus formas desde múltiples lugares de enunciación. Pero, ¿qué nos dicen? ¿Desde dónde las observamos?
Amanecer entre altocúmulos
Si aplicamos el principio socrático, y seguimos desgranando (permítaseme aquí) nuestra nublada ignorancia con cierta actitud retórica, cabría también preguntarnos: ¿De qué están compuestas? ¿De dónde vienen y hacia dónde van? ¿Qué significan sus alturas, sus halos solares, sus velos blanquecinos o sus distribuciones desgarradas, rotas, aborregadas y enladrilladas? ¿Somos capaces de identificar únicamente pareidolias en ellas (figuras o caras que ya preexistían en nuestra base de datos cerebral)? Para un especialista meteorólogo estas preguntas no tienen sentido alguno, ya que el idioma de las nubes describe ciertamente una fenomenología de carácter empírico que habla –por ejemplo– de inestabilidades atmosféricas geolocalizadas, de contaminaciones ambientales extremas, de previsiones para las cosechas o –incluso– de recomendaciones para agendar los próximos lanzamientos espaciales. Pero este texto no pretende hablar de meteorología, sino que quiere plantear –de entrada– cómo (desde la práctica en arte contemporáneo) las nubosidades de nuestros sesgos cognitivos y perceptivos se precipitan señalando las circunstancias (fricciones, dudas y negociaciones) de nuestra actual habitabilidad planetaria, formalizadas a su vez en los imaginarios sociales, culturales y colectivos. Imaginarios que, recordemos, para el filósofo Cornelius Castoriadis son las creaciones incesantes e indeterminadas (histórico-social y psíquicamente hablando) que, a modo de ciclo hidrológico, circulan (se evaporan, condensan y precipitan) en las imágenes que nos ayudan a hablar de alguna cosa (2007, p. 12). No en vano, estas nubosidades, con sus imágenes e imaginaciones en claros y oscuros, conforman aquello que llamamos realidad.
Si bien es cierto que no todos somos especialistas meteorólogos (ni ciertamente necesitamos serlo para hablar de nubes), también parece claro que –en cierto modo– hemos perdido capacidad de agencia para leer el entorno climático, tecnológico y relacional. Hemos perdido un importante grado de conexión personal con los medios (ambientes) circundantes, capaces de aglutinar las lecturas de la interrelación con las múltiples agencias de observación que están fuera de la cosmología humana y que, sin duda, tienen sus propias lógicas relacionales y sus propias dinámicas ecológicas. Quizás, a estas alturas, podríamos acordar que –por ejemplo– nuestros ancestros estaban más familiarizados con la morfología de las nubes, y también –cómo no– con las siluetas de los depredadores aéreos que volaban entre ellas. Les iba la vida en ello. Reconocer dichas siluetas era crucial para la vida de sus rebaños, de su familia, de su economía. Mirar hacia arriba era un acto vital, automático. Interpretar una nube o reconocer el vuelo de una rapaz suponía un útil e interiorizado acto de supervivencia. Un acto, a la postre colectivo, que con el tiempo definió los límites del imaginario que estaba siendo transmitido de generación en generación.
Pero, poco a poco, simplemente, dejamos de mirar así. El mundo ha cambiado radicalmente, y con él nuestra mirada, las nubes, los depredadores. Hoy reconocer las siluetas de los drones asesinos entre aquellos que no lo son puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Reconocer las distintas tipologías de los vehículos aéreos militares no tripulados (drones de vigilancia y de guerra) puede ser un acto personal de resistencia subversiva, pero también puede ser considerado como una necesaria actualización al contexto ambiental y al estrato epistémico contemporáneo. Hoy, reconocer una nube tóxica o una elevada concentración de gas o –incluso– saber dónde se encuentran los puertos de entrada de los cables de fibra óptica submarina, puede marcar la diferencia. La interpretación de las imágenes que hablan de nuestra realidad nos exige una profunda actualización ante los complejos tiempos que nos ha tocado vivir. Nos empuja a realizar un update del imaginario instituido que reconozca nuestra fragilidad ante las multicrisis ecosistémicas que se precipitan sobre todos los órdenes de la vida.
Asumir de entrada, en este texto, que existen nubosidades en los actuales imaginarios (instituidos, pero también instituyentes) es insinuar cierta indeterminación en los escenarios, los marcos y las redes simbólicas que compartimos, y que son copartícipes de los procesos cognitivos sin los cuales una sociedad no podría sobrevivir. Por eso, poder mirar y pensar, pero también poder imaginar una nube, es una manera de enmarcar las dificultades que tenemos los humanos para encarar nuestra existencia y reconocer nuestra profunda desconexión con el entorno, entendido éste como una suerte de mente extendida y colectiva, copartícipe de la propia existencia en términos materiales y simbólicos (Larrañaga, 2023). Dicho de otro modo, lo que sabemos de algo (una nube) determina materialmente lo que ese algo es, o termina siendo, a tenor de los efectos antropogénicos que podemos reconocer sobre el planeta Tierra. Como sostiene Gregory Bateson, y explica el también antropólogo Tim Ingold, «tanto mente como ecología están situadas en las relaciones entre el cerebro y el medio ambiente circundante» (2000, pp. 17-18). No podemos escapar del ciclo de reciprocidades simbióticas, entre idea y materia, entre mente y entorno. Las nubosidades –así consideradas– están suspendidas sobre nuestras cabezas tanto como sobre nuestras experiencias. Están suspendidas también sobre toda posibilidad de surgimiento de otra imaginación emancipadora, capaz de recomponer la relación que establecemos con la vida, capaz de proponer otro nosotros/as.
Cuando amanecemos entre altocúmulos es de esperar tiempos inestables en el lugar de la observación. Por lo general, la presencia de estas nubes en las mañanas calurosas precede el posterior desarrollo de fuertes tormentas. Pero, ¿las reconocemos a tiempo? Y/o, ¿sabemos interpretar sus signos de inestabilidad –real y metafóricamente hablando–? O acaso, ¿nos hemos acostumbrando a amanecer entre altocúmulos, en un estado permanente de alarma planetaria? La antropóloga ecofeminista Yayo Herrero nos recuerda que las ausencias (materiales y morales) y los extravíos (del sentido común), ambos frutos de nuestra desconexión y pérdida del horizonte planetario, nos invaden de un miedo tal que pendula desde la reprimida indiferencia hasta el estupor más absoluto. Pero, ya sea en su condición consciente o inconsciente, es precisamente al miedo al que hay que invocar como esa potencia capaz de articular un espacio común de resistencia (Herrero 2021, pp. 37-50). Una potencia de reacción que ya el filósofo Timothy Morton (2019) consideró el eje de su «ecología oscura», como la primera línea de batalla contra el bloqueo político y estético generalizado, la depresión y el enfado motivado por la impotencia, la culpa y la delegación de responsabilidades en los muchos duelos de las crisis derivadas del colapso ecosistémico.
Desde el principio, vemos que no hay un horizonte o imaginario común desde el que interpretar en toda su dimensión las nubosidades que nos sobrevuelan (y se precipitan en forma de miedo), pero sí indicios y vínculos semánticos que nos hermanan con lo no humano desde el conocimiento-de-la-imagen-mundo-común. Porque, como señala el filósofo Santiago Alba Rico, «si se pierde la memoria se pierde igualmente la imaginación; y –por último– si se renuncia a la responsabilidad se renuncia al mismo tiempo a la esperanza» (2021, p.16). Si sobre las brasas del miedo reconocemos nuestra arrogante ignorancia, quizás podamos recuperar la memoria, contra-imaginar y responsabilizarnos de nuestra mirada –juntas y juntos– sin negar los evidentes límites planetarios y sin caer en éticas y estéticas extraterrestres. En la voluntad de esa nueva mirada queda suspendida la pregunta: ¿En qué planeta vivimos realmente? Y, sobre todo, ¿podemos acaso mirarlo, estrenando nuevos ojos, a través del arte contemporáneo? De eso, trata principalmente la propuesta artística New Clouds.
Mediodía en el cloud computing
Las nubes digitales del artista Fran Pérez Rus invaden toda la atmósfera de la sala ático del Palacio Condes de Gabia (Granada), que antaño funcionaba como sala de cine. Flotan, en el bucle generativo de su obra de animación The Volume (2023), dentro un sistema-marco donde la mediación tecnológica atraviesa y permea una experiencia expositiva que ha culminado su transición desde la imagen fílmica hasta la imagen-dato. Son, de hecho, nubes ficticias en constante formación, modeladas por ordenador, que nos recuerdan que la actual dependencia tecnológica de la mirada ha reconfigurado de manera radical las condiciones que afectan a los actuales procesos de subjetivación, a la manera en que nos acercamos, percibimos y entendemos lo que estamos viendo. Porque ya no somos meros espectadores pasivos, somos inforgs, según el término propuesto por el filósofo informacional Luciano Floridi (2015), interactuantes híbridos (materiales y virtuales) que hemos adoptado una forma simbiótica con la información ambiental mediada tecnológicamente. O dicho de otra forma, somos el resultado de informatizar la categoría de sujeto y de agencia onlife, siempre dispuestos al post, al like y a la interacción en línea, es decir, plenamente disponibles en el espacio-tiempo de la computación ubicua como potenciales recursos extractivos. Y es que es desde esta condición que contemplamos el fluido espectáculo del proyecto New Clouds de Pérez Rus. Una perfecta metáfora del llamado cloud computing, la red de servidores externalizados y deslocalizados, encargados de atender las peticiones de millones de inforgs en cualquier momento y lugar, en tiempo real y desde cualquier dispositivo tecnológico móvil o fijo. Y también, es desde esta condición que nos podemos reconocer en las formas de sus nubes, mientras los datos nos devuelven la mirada, esperando el momento idóneo para precipitarse sobre nuestras pantallas.
Pero, más allá de la mera contemplación o –incluso– más allá de la materialidad de nuestros propios ojos y dedos, la relación que entablamos con la tecnología ha trascendido su condición protésica como mero repositorio de la memoria colectiva, y supera lo que Bernard Stiegler (2002) llamó lo «inorgánico organizado». Más bien, hoy, dicha relación estaría profundamente encriptada dentro de una cibernética ubicua con capacidad de agencia y gobernabilidad algorítmica y –al tiempo– gran depredadora de recursos naturales; es decir, la tecnología actual sería lo que Yuk Hui (2022) llama el «inorgánico organizante», un superorganismo que ha comenzado a sentirse cómodo en su nuevo estado orgánico, donde los inforgs seríamos (aún) partes esenciales pero indefectiblemente subordinadas. Tendríamos, por consiguiente, que considerar lo maquínico y lo computacional no por su capacidad asistencial (Sadin 2017) sino como todo un sistema medioambiental que nos contiene (computación cuántica, Internet de las cosas, big data, smartización de las ciudades, masificación de sensores, minería de datos y modelos avanzados de cálculo probabilístico, inteligencia artificial, etc.), y donde habríamos de resituar consciente, responsable y críticamente nuestra mirada. Porque, como nos advierte Hui, «la forma de participación de la tecnología es fundamentalmente medioambiental y al mismo tiempo transforma el medioambiente» (2022, p. 267).
Desde este enfoque, compartido por la epistemología ecológica de Gregory Bateson, podemos entender en qué mundo vivimos realmente recuperando el concepto de «Tecnosfera» (originalmente acuñado por el geólogo y geoquímico Vladímir Vernadski) para, así, situar nuestra actual mirada crítica hacia este sistema-marco compuesto por los artefactos e infraestructuras creadas por el ser humano. Una suerte de biotecnoesfera entendida como una interfaz operativa entre la materia viva y la inerte, que hoy parece un acertado modelo descriptivo para designar nuestro contexto habitacional en el planeta Tierra. Recordemos que, posteriormente, el científico Peter Haff (2013) incidiría en el hecho de que dicha esfera, compuesta por sistemas tecno-sociológicos interconectados a nivel mundial, afectaba de manera determinante al medio ambiente y era responsable, entre otras cosas, del aumento de la temperatura y de la contaminación en el contexto de la crisis ecosistémica global.
Con este marco contextual ya fijado, es importante atender al hecho de que nuestra actual condición inforg depende indudablemente del permanente desarrollo y mantenimiento de las ingentes infraestructuras satelitales, marinas y terrestres, que posibilitan la transmisión de grandes volúmenes de datos, y que esto tiene sus evidentes consecuencias medioambientales. Una cuestión que es central en el actual proyecto artístico de Pérez Rus, que llega incluso a afirmar que «a pesar de saber que como civilización lo estamos haciendo mal, preferimos seguir inmersos en nuestro mundo de pantallas y recreaciones virtuales». El hecho de que el cloud computing nos facilite una interacción ubicua aportando fluidez al procesamiento de datos y ayudando a la liberación de los pesados discos duros locales, ha implicado también el consiguiente crecimiento de las llamadas granjas de servidores y los centros de datos (con sistemas antincendios, alimentación ininterrumpida, aire acondicionado y refrigeración de servidores, etc.). Infraestructuras responsables de un alto porcentaje del consumo eléctrico y de las emisiones de CO2, entre otros impactos que responden a su imparable crecimiento infraestructural. Sin embargo el artista no es en absoluto un stopper (término anglosajón usado para designar a los que se interponen en el uso de la tecnologías en la nube), sino que –más bien– su obra parece interpelarnos para que atravesemos completamente el simulacro tecnológico, aparentemente inocuo, volátil e intangible. Nos invita a considerar que su materialidad y su potencial contaminante queda invisibilizado en los medios digitales cuando, simplemente, enviamos un email, hacemos una transacción bancaria o vemos un video en la sala de exposiciones, o en nuestra plataforma on line favorita. Y esto es así porque la trazabilidad de nuestras acciones inforg tiene su «materialidad desplazada», como apunta el físico y escritor Agustín Fernández Mallo (Bahamonde 2021). Porque no vemos los efectos directos de su gasto energético, de su coste extractivo o de su corrupción material a corto o medio plazo. Simplemente padecemos los efectos indirectos de lo «inorgánico organizante» en el ecosistema tecnosférico en la medida que sus múltiples cadenas de producción y retroalimenación dejan huellas, cadáveres, reacciones termodinámicas, tóxicos y signos de tormenta. En consecuencia, pareciera que uno de los retos principales a los que nos empuja la propuesta artística New Clouds tendría que ver más con mudar la mirada hacia otra consideración más ambiental e integradora entre lo humano y lo tecnológico, en tanto que comparten sus mismas lógicas operacionales recursivas.
Atardecer dentro de la tormenta tecnosférica
Nada más entrar al particular espacio expositivo que nos propone Pérez Rus, las referencias y apropiaciones meteorológicas de las instalaciones Convection y Turbulence (2023), nos advierten de que nos sumergimos en una experiencia artística que explora las complejas tensiones ecológicas de la Tecnosfera. Es más, con los impresionantes y turbulentos ojos de huracán de las imágenes satelitales Supercell I y Supercell II (2023), esa inmersión queda plenamente situada espacialmente. Pero además, el proyecto se complementa con la presencia en la edición de este libro de la serie New Clouds (2023), inquietantes secciones nebulares en 3D procesadas a partir de imágenes satelitales de la NASA. Con todo ello, ya sea desde la sala de exposiciones o entre líneas y páginas, el artista nos invita a participar del libre juego de reciprocidades y afecciones entre lo abstracto y lo concreto, entre el simulacro y lo real, entre la fenomenología de la representación mediada tecnológicamente y –digámoslo así– la materialidad medioambiental de la que formamos parte. Si aceptamos plenamente su juego, participaremos de un ecosistema informacional que queda determinado por su forma de hacerse ver, de aparecer ante nosotros, de tematizar la experiencia expositiva donde el visitante, como si de una partícula inforg que flota en el espacio-red se tratase, reflexionará sobre su vector tecnosférico dentro de la mecanización de la naturaleza (que tan comúnmente tratamos como un mero recurso para consumir, trofeo que exponer o icono que viralizar). Por eso al artista le interesa tanto imitar la imagen técnica con la que trabajan los meteorólogos cuando procesan los datos medioambientales, por eso modeliza las nuevas súpertormentas que están apareciendo en estos últimos años… porque en esos datos y en estas tormentas también quedamos retratados, subsumidos, interpelados. Y entendemos que con todo ello, no busca espectacularizar ni rentabilizar la distopía, sino abordar la accidentalidad de nuestra época y el devenir catastrófico de lo sensible, para activar así una posible emancipación psíquica y colectiva de nuestra condición inforg.
En otro espacio de la sala de exposiciones, nos aguarda la obra From my Screen to The Sky (2021), una animación 3D con un contenido hipnótico e inquietante, precisamente por su literalidad revelada. Se trata de un vídeo que muestra un plano fijo sobre fondo negro de una chimenea cuya emanación es captada gracias a la visión térmica. Podemos observar el multicromático baile del calor liberado a la atmósfera que, de no ser por la manipulación de los niveles de luz infrarroja, permanecería invisible a nuestros ojos. Así, con una mínima manipulación de la imagen-dato, el artista hace literal aquello no enunciado, lo no visto, lo cuantificado pero no singularizado. Podemos entender que su acción sobre la imagen digital es eminentemente performativa, según sostiene el crítico de arte y teórico de los medios Boris Groys (2008, p. 84). Es decir, es una acción sobre un particular flujo de datos que siempre depende de las traducciones tecnológicas y computacionales, así como de sus posibles prácticas abusivas y de sus límites materiales. Porque cada vez que un archivo digital viaja, a través de la interpretación del software de visualización, su acción se encuentra (y se nos ofrece) como una puesta en escena en sí misma, como una performance visual que siempre masajea el hardware. En la línea de lo que nos recuerda la artista e investigadora Hito Steyerl, participar críticamente de la imagen también es «participar en la materialidad de la imagen tanto como en los deseos y fuerzas que esta acumula» (2014, p.55). Es por ello que a Pérez Rus no se le escapa la importancia de la circularidad (tan presente en el discurso de todo el proyecto New Clouds) y que, especialmente en From my Screen to The Sky, nos señala el hecho de que el soporte donde se desvela la imagen también se calienta, precisamente por realizar su labor performativa, participando con ello del ciclo termodinámico planetario del que todos, humanos y no humanos, formamos parte. Pero, entendemos que lo más importante, aquí, es que las transferencias de energía también se producen sobre todo –cómo no– en un plano discursivo y simbólico, capaz de desencadenar otras transformaciones. Si una vez aceptado el juego expositivo/discursivo del artista, considerásemos que una pantalla (un móvil, una fotografía o un libro, por ejemplo) no es un mero trasto inerte, y que su materialidad y los mensajes que atesoran pueden entenderse como toda una constelación de «tensiones, fuerzas, poderes ocultos, todo ello en permanente intercambio» (Steyerl 2014, p. 58), entonces ya podríamos mirar las cosas como lo que son, como tú y como yo, como nodos de una misma red de interdependencias medioambientales.
Empezábamos este texto preguntándonos qué veíamos en las nubes, desde qué condición las observábamos y sobre qué mundo llovían sus gotas, sus datos… y ahora, lo queremos terminar del mismo modo, con más preguntas sobre la experiencia artística reverberada por New Clouds. Porque la propuesta de Pérez Rus no se agota en la activación de una subjetivación ecológica actualizada al momento actual, sino que también nos propone una mirada no antropocentrada (ni capitalocentrada) sobre las cosas, para entenderlas como acumuladores de fuerza simbólica, como fuerzas del deseo, cómplices y aliados, pero también como agentes autónomos capaces de participar la destrucción, la contaminación y la corrupción ecosistémica. ¿Acaso es observar la representación de la naturaleza –en este caso ya postnaturaleza– del proyecto New Clouds un mero acto de consumo? ¿Seguimos consumiendo imágenes como nos consume la vida, como un espectáculo que nos aleja de la experiencia directa? Estas preguntas –que remiten al pensamiento situacionista de Guy Debord (1995)– habrían de actualizarse para el escenario del actual capitalismo informacional hipertecnificado. Por lo tanto, habríamos de explorar nuevas posibilidades para la vida buena cambiando las formas de la experiencia (situaciones) en la Tecnosfera. Pero si los situacionistas luchaban contra la represión de la sociedad de la abundancia, hoy nos encontramos en un contexto de precariedad en permanente crisis ecosistémica, donde el problema se ha acentuado sobre la base de la expropiación de las condiciones de la existencia en beneficio del capital concentrado. Así, y con todo, las preguntas siguen siendo pertinentes: ¿Podría el arte cambiar las formas de la experiencia en este contexto? ¿Acaso necesitamos enmarcar las fenomenologías de la Tecnosfera para poder pararnos a disfrutarlas, o a reflexionarlas críticamente en una sala de exposiciones?
New Clouds se sitúa claramente en la búsqueda de un tipo de práctica simbólica que genere efectos vivos, sin vuelta atrás. Es un proyecto que promueve hoy –más que nunca– la modificación de la mirada sobre aquel humano y no humano que coparticipa de lo medioambiental tecnosférico. Y para dispositivar su intención, el privilegiado contexto de la sala de exposiciones sigue aún efectuando su particular embrujo sobre una necesaria atención pausada y reflexiva (tanto como sobre el consumo del icono). Sí, el proyecto nos invita a parar, a mirar hacia arriba de otra forma, a identificar los nuevos depredadores que nos sobrevuelan (así como también a consumir el relato expuesto). Por eso una posible salida a nuestra contradictoria experiencia con lo medioambiental no humano (seres, cosas y tecnologías), aún atrapada bajo la lógica de la lluvia mercantil (instrumentalización para la explotación y rentabilidad económica sin fin), sería la liberación (material y simbólica) –como sentenciaba el artista y crítico de arte Boris Arvatov (1997)– de la esclavitud de su estatuto en tanto mercancía capitalista. Somos aún –lo sabemos– mercancías, todas y todos, inforgs, cosas, algoritmos, nubes, glaciares y ecosistemas vivos, que sin lugar a dudas podríamos empezar a contraimaginar derechos que defender y nuevas imágenes a producir, pero –eso sí– a través de nuestra participación activa en la descanegrización tecnológica.
¿Puede escapar el arte al cálculo de probabilidades anticipadas? ¿Puede escapar a las inercias de la rentabilidad (capacidad de monetización en la interacción, viralización, apropiación, etc.) de la imagen tecnificada? ¿Podemos pensar con las imágenes-dato de Pérez Rus como un sistema interrelacional y activo que se disputa un nuevo y necesario imaginario de resistencia, capaz –en parte– de transformar el mundo y cambiar la vida? Creemos que sí. Pero eso implica mirar de nuevo –a pesar del miedo– el enredo del que formamos parte. Implica mirarnos volátiles y transitorios, al tiempo que corresponsables de las tormentas que se precipitan sobre nuestro propio imaginario.
Referencias:
Alba Rico, Santiago. (2021). «Prólogo. El capitalismo extraterrestre y los monstruos del desamor». En: Herrero, Yayo. Ausencias y extravíos. Madrid: Editorial Escritos Contextatarios.
Arvatov, Boris; y Christina Kiaer. (1997). «Everyday Life and the Culture of the Thing (Toward the Formulation of the Question)». October (81), pp. 119-128.
Bahamonde, Antonio. (2021). «¿Podría caerse internet?». El Cultural, El Español. Disponible en:
<https://www.elespanol.com/el-cultural/opinion/dardos/20211220/podria-caerse-internet/636186808_0.html>
Castoriadis, Cornelius. (2007). La institución imaginaria de la sociedad. Buenos Aires: Tusquets.
Debord, Guy. (1995). La Sociedad del Espectáculo. Santiago de Chile: Ediciones Naufragio.
Floridi, Luciano. (2015). «Hiperhistoria, el surgimiento de los sistemas multiagente (SMA) y el diseño de una infraética». En Martínez Ruíz, Xicoténcatl (Coord.), Infoesfera (pp. 17-46). México, D. F.: Instituto Politécnico Nacional.
Groys, Boris. (2008). Art Power. Cambridge, Massachusetts: The MIT Press.
Haff, Peter K. (2013). «Technology as a Geological Phenomenon: Implications for Human Well-being». Geological Society, London, Special Publications (395), 301-309.
Herrero, Yayo. (2021). Ausencias y extravíos. Madrid: Editorial Escritos Contextatarios.
Hui, Yuk. (2022). Recursividad y contingencia. Buenos Aires: Caja Negra Editora.
Ingold, Tim (2000). The Perception of the Environment. Essays on Livelihood, Dwelling and Skill. London & New York: Routledge.
Larrañaga Altuna, Josu. (2023). «Imaginarios en disputa». ¬Accesos. Revista de investigación artística (6), 146-159.
Morton, Timothy. (2019). Ecología oscura. Sobre la coexistencia futura. Barcelona: Ediciones Paidós Iberica, S.A.
Sadin, Éric. (2017). La humanidad aumentada. La administración digital del mundo. Buenos Aires: Caja Negra.
Steyerl, Hito. (2014). Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra Editora.
Stiegler, Bernard. (2002). La técnica y el tiempo 1: El pecado de Epimeteo. Hondarribia (Guipuzkoa): Hiru.