Invocar un futuro: la obra de Fran Pérez Rus como un despertar al presente 

Y de pronto, se me antoja, empezó a moverse el bosque

Macbeth. William Shakespeare 

 

 

Soñamos con un apocalipsis que dure veinticuatro horas. A poder pedir, incluso menos. Nuestra imaginación, conformada en gran parte por el imaginario hollywoodiense con el que se representa el desastre, nos hace pensar en un cataclismo terrorífico, pero breve. Una hecatombe mundial que levante olas de veinte metros y parta por la mitad el suelo de la tierra, mientras los huracanes arrancan los tejados y algunos ateos acérrimos empiezan a rezar ante el sonido del final. Pero la realidad es que eso sería, paradójicamente, una suerte. En una entrevista para El Salto, la periodista y pensadora Marta Peirano argumenta que “ya estamos en medio de la crisis climática. Es algo que está ocurriendo de forma más o menos intensa en distintas partes del mundo y lo que se predice es un final agónico que va a durar mucho tiempo y que va a ser muy miserable”. Como las muertes que no llegan de pronto, sino tras largas enfermedades, el declive de la tierra no lleva el ritmo de la liebre, sino de la tortuga, que al final, como todos sabemos, es la que gana la carrera. Tener suerte, por tanto, sería que la tierra implosionase de golpe, mientras cenamos con gente que queremos. Pero el escenario que nos aguarda o, que más bien, aguarda a las generaciones que vienen, es uno en el que las cosas empeoran hasta convertir toda esta agua en desierto, todo este verde en erial, todos estos animales (nosotros, animales humanos, incluidos) convertidos en sus huellas y en sus ruinas.

Es necesario imaginar lo peor para llegar a un lugar donde lo mejor sea posible. Colocarse en el extremo más negativo del espectro nos ayuda a ver con claridad el camino a seguir para llegar a un punto medio, en el que progreso y supervivencia coexistan y nos permitan pensar en un futuro. No todas las disciplinas humanas tienen un patio de recreo donde salir a especular con la narrativa y los mundos posibles, pero el arte es una de las privilegiadas que se pueden permitir el tumbarse en el césped y mirar a las nubes para encontrarles formas y tejer historias. Fran Pérez Rus, con sus nubes, sus topologías, sus espectros de árboles y sus perros robots amaestrados, reflexiona sobre ese futuro, que a veces produce estupefacción, a veces nostalgia, a veces terror. Consciente, sobre todo, del concepto de lugar y de su entorno, preocupado con la naturaleza, porque es inmensa y, a la vez, su casa, Fran Pérez Rus nos ofrece una serie de ficciones donde podemos entrar a especular sobre el futuro, en su mejor y su peor versión. Las obras de Pérez Rus, yuxtapuestas, crean un gran relato sobre la vida en la tierra y las variaciones a las que podríamos estar expuestos en el futuro. Como si caminásemos por un libro de ficción sobre el mañana, esta exposición supone una reflexión de media carrera del artista que, al formar un conjunto con las especulaciones de sus piezas, vislumbra el camino por el que continua su práctica y su pensamiento. Tanto en lo personal como en lo colectivo, tanto al artista como a las personas que sean testigos de sus obras, está exposición les habla del futuro desde el presente: el único lugar desde el que aún se puede decidir hacia dónde queremos ir. Y ese brillante mecanismo de provocar a la imaginación, Fran Pérez Rus lo realiza a través de dos grandes elementos, luz y virtualidad, ambos atravesados con la sospecha del artista sobre su materialidad inexorable.  

La oscuridad iluminada

La luz vertida sobre los rostros impide el sueño. Caras iluminadas de azul parpadean en cuartos oscuros. No llega la noche para los móviles, los ordenadores, las televisiones: luciérnagas insomnes que revolotean en nuestra vida con su zumbido incansable. Hacemos scroll sin descanso para ver fotos de nosotros mismos y de otros, fragmentadas, parciales, incompletas. Imágenes que, como define Hito Steyerl “están heridas y dañadas, como cualquier otra cosa en la historia” (p.60).  El sueño no llega cuando hay luz. Nuestros dispositivos han cambiado, nuestro entorno ha cambiado, pero nuestro cuerpo, reliquia de una evolución que prepara la siguiente versión de lo humano, no. La melatonina solo entiende de luz y de ausencia de luz. No puede discernir si esa luz es el sol o un iPhone. La melatonina, como la inteligencia artificial, no entiende de contextos. Está atrapada en su literalidad.  

La luz es el vehículo del progreso. Desde el fuego a las bombillas, desde la iluminación de las calles a finales del S.XIX hasta los núcleos de neón que palpitan en ciudades como Nueva York, Londres o Tokio, el ser humano aspira a iluminarlo todo para poder verlo todo. Que, a su vez, significa conocimiento y control. En palabras de Jonathan Crary, “la homogeneidad del presente es efecto de una luminosidad fraudulenta que pretende extenderse por todas partes y anticiparse a cualquier misterio, a lo desconocido” (p.29) La luz aplana e iguala todas las cosas, destroza su misterio. Pero existen rincones en los bosques, selvas y otros ecosistemas naturales donde la luz no ha llegado jamás. Donde no llegará. Ramas entrelazas en un tejido inexpugnable que huele a lluvia todo el tiempo, hongos que asoman sus sombreros en una oscuridad húmeda que les hace de guardería. Son esos lugares, con su sombra impenetrable, los que pueden salvarnos de una sociedad híper iluminada, donde la omnipresencia de la luz hace que la gente no duerma y, por tanto, que no sueñe con que otro mundo es posible. Esa gente envenenada de luz, de luz de farola, de luz LED, de luz de pantalla, corre desbocada sin pensar a dónde va, si acaso hay meta, y si la hay, si esa meta no es en realidad nuestra propia destrucción. 

Sin embargo, hay luces tenues que iluminan el camino de forma amigable, para que no nos perdamos. Luces que nos dejan dormir, como esas pequeñas lámparas que encontramos en las habitaciones de los niños que tienen miedo a la oscuridad, porque una oscuridad total también sería un lugar donde no podemos vivir. Parte de este espacio de reflexión que nos ofrece el artista Fran Pérez Rus está invadido con luz y su contraria: espacios tenues como lugares sagrados en los que la luz, que no tiene cuerpo, se proyecta sobre objetos y los convierte en otra cosa, en su propuesta sobre el aljibe que se llena y se vacía, Estratos Fluidos, que nos hace pensar que tal vez, en algún momento, no sea capaz de volverse a llenar porque el agua escasee para todos. También encontramos la luz en su propuesta Panal, sobre la idea de las abejas, cuya desaparición (cada día más posible) supondría el comienzo del fin de la polinización, la primera ficha de dominó que podría derrumbar la civilización. Todas estas cosas, retratadas mediante la luz, rescatadas de la oscuridad, hablan de todo aquello que parece etéreo, inmanente, y sin embargo es físico y finito, material y fuente de consecuencias tangibles en nosotros mismo y el mundo que habitamos. Al expresar con luz la importancia de estos dos objetos que habitan el mundo, a la persona que se sitúa frente a la obra se le ofrece un espacio en el que hay cabida a la reflexión.  

Lo lumínico y lo virtual se condicionan mutuamente. La luz es virtual, porque no se puede tocar, pero se puede sentir (la calidez en la cara, las plantas que crecen, los grandes anuncios descoloridos que pueblan carreteras poco transitadas). Lo virtual, si lo entendemos como aquello que existe sin materialidad, pero con efectos tangibles, necesita de la luz para proyectarse, refractar el color, realizarse en su tridimensionalidad. Ambos elementos se necesitan y se contienen, son condición de posibilidad del otro. 

Lo virtual como terreno especulativo

¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? es una pregunta maravillosa que se hizo el escritor Philip K. Dyck, y que da título a la novela en la que se inspira la película Blade Runner. Siguiendo los pasos del escritor, Pérez Rus, en su obra Virtual Playground nos hace preguntarnos: ¿Sueñan los perros robot con huesos o con grafeno? ¿Nos necesitan para salir a pasear, o solo para facilitarles un enchufe donde puedan recargarse? Este año se hizo famoso en el Internet nacional un vídeo en el que, por las calles de León, una mujer paseaba un perro de la firma Boston Dynamics, la empresa estadounidense a la cabeza de la ingeniería robótica occidental. Aquello, que parecía propio de un episodio de ficción televisiva o cinematográfica, ocurrió y fue registrado con el móvil de una persona que fue testigo desde su coche. Brillante maniobra publicitaria de Plain Concepts, firma de robótica con sede en León que utiliza estos robots como auxiliares industriales, el vídeo nos permitió imaginar, por un momento, la posibilidad de que los robots hubiesen penetrado el tejido social hasta el punto de ser nuestros animales de compañía. Virtual Playground va más allá. Nos hace imaginar un mundo en el que la mirada humana no tiene validez, dado que los módulos de la obra están organizados para que sean usados y vistos por un robot, con su capacidad de visión aumentada. Nosotros, seres de ojos pobres y biológicos, tan solo podemos acceder a lo que ve el robot a través de otro dispositivo: no estamos optimizados. Está reflexión se hace eco en otra obra presente en la exposición, Tierras Raras, que convierte nuestra presencia humana en algo diminuto frente a la imagen, totémica, de una montaña generada en 3D, de la que solo vemos por fragmentos, sobre todo, de su cúspide. Esta visión del humano como rey derrocado, destinado a la fragmentación y a las ruinas, nos adentra en una maravillosa ficción sobre un futuro cada vez más robótico. La propuesta de Pérez Rus nos hace pensar en un mundo que nosotros no comprendemos y en el que no participamos, un mundo donde lo humano es tan solo un elemento más de la vida en la tierra, no el principal. 

En un artículo para El Cultural, el escrito Agustín Fernández Mallo, habla de un concepto crucial para entender no solo las propuesta estéticas y conceptuales de Pérez Rus, sino también el paradigma digital en el que estamos inmersos: la materialidad desplazada. La materialidad de todo aquello que rodea y que permite lo digital existe: Internet se compone de edificios llenos de servidores que conforman la red, que es, literalmente, una red de cables que habita en edificios anónimos de muchas ciudades y que permite la interconectividad de los ordenadores y dispositivos de todo el mundo. Materialidad que paga facturas de la luz y contamina. Materialidad que causa efectos en el suelo, en las minas en las que se encuentran los materiales necesarios para generar los componentes de nuestros dispositivos: nano componentes llenos de explotación humana y de los recursos naturales. En las obras Hyperland y Let’s Talk About Media, esta contaminación obviada se hace patente a través del uso del color, que recuerda a la gama de colores RGB que permite que la imagen aparezca en nuestras pantallas. Lo escondido (la contaminación y el impacto en el suelo y la topografía de la tierra) se hace patente a través del espectro cromático que nos permite la visión, con la intención de habilitarnos para volver a ver, antes de que las cosas que damos por hechas desaparezcan como resultado de la erosión humana. ¿Cuántas cosas que ahora tocamos podrían, de aquí a unos años, volverse nostalgia?  De eso habla Deforestación. De que puede llegar el día en el que solo nos queden imágenes de los árboles, hologramas que flotan en medio de plazas de hormigón donde ya no juegan niños. Bosques creados por vértices geométricos que imitan las agujas de los pinos, pero carentes del olor a lápiz que desprenden en verano, cuando sus hojas se calientan. Olor que, por cierto, al mezclarse con el oxígeno, produce aerosoles que contribuyen a mitigar el cambio climático. Los árboles han aprendido a protegerse a sí mismos, a la vez que protegen toda la vida en la tierra, y nosotros, sin embargo, no tenemos los reflejos para proteger a los árboles, necesarios para asegurar nuestra supervivencia. No basta con abanderarnos con el lema Save The Trees, mientras nuestras acciones y los productos que consumimos sin control agotan la corteza y la madera de los árboles. Como ejemplifica Pérez Rus en una maniobra dolorosa y perfecta en su ironía, presente en la pieza de madera pirografiada con el lema mencionado anteriormente, no podemos vivir en contradicción respecto a la naturaleza. Que las grandes corporaciones lancen campañas sobre ecología y medio ambiente mientras realizan vertidos no autorizados y utilizan productos altamente contaminantes es parte de un mecanismo mercantil e hipócrita en el que la humanidad está jugando una partida con las peores cartas. 

No puede quedar solo la esperanza

Es posible que uno de los mayores retos que tenemos por delante como seres humanos sea aceptar la idea de que la naturaleza no solo el escenario sobre el que se desarrolla la gran narrativa humana, sino que tiene la misma importancia que la humanidad. Es su contingente. Yo no soy más importante que un árbol, a pesar del dolor que ese pensamiento pueda causarnos. La historia, las disciplinas humanas, el progreso, el arte, las ciudades: todo aquello no es más relevante que un volcán, un hormiguero o el musgo sobre las rocas de cualquier arroyo cercano a donde vives. Para que lo humano sobreviva, todo pasa por comprender que lo humano no es tan importante. Como dice James Bridle en la introducción de su libro New Dark Age (Nueva Edad Oscura) “lo que se necesita no son nuevas tecnologías, sino nuevas metáforas: un metalenguaje que sea capaz de describir los sistemas complejos que hemos forjado” (p.5) Necesitamos nuevas formas de pensar, sí, pero también espacios donde escapar de la rapidez impuesta por las urbes y sociedades contemporáneas, donde el ritmo frenético, la luz y el cansancio no nos permiten pensar. Eric Sadin, en su magnífico libro La Humanidad Aumentada, lo resume con firmeza al decir que nuestra situación de desconocimiento y preferencia por la ignorancia es causa de “la sucesión ininterrumpida de innovaciones vividas dentro de flujos densificados al infinito y que contribuyen a ocultar la magnitud de las incidencias que no cesan de rediseñar silenciosa o manifiestamente las características inestables de nuestra condición” (p.30) Necesitamos comprender que, algunos sucesos irreversibles no ocurren de golpe, sino como resultado de un largo camino en el que todo el mundo ha preferido la ceguera a la acción. 

A Macbeth, en el principio de la obra de Shakespeare, tres brujas le prometen que será rey de Escocia, pero que será vencido, “cuando el bosque avance hacia él”. Macbeth, al pensar que aquello es imposible, se embarca en un frenesí de ambición y maldad porque se piensa impune ante el destino, ya que la profecía le parece imposible de cumplir. Sin embargo, durante la guerra, el bando enemigo usa las ramas y la corteza de los árboles para camuflarse en su avance hacia el castillo. Macbeth, entonces, comprende su fin: el bosque, en efecto, avanza hacia él. En su libro Hyperobjects for Artists, accesible online de forma gratuita en su página web, Timothy Morton, como las brujas de Macbeth, también lanza tres preguntas, tres profecías. La tercera de ellas dice: “Respecto al medio ambiente, solemos pensar y actuar como si un cataclismo horrible estuviese a punto de ocurrir. Pero ¿y si el problema fuese, precisamente, que ese cataclismo ya ha ocurrido?”. Lo peor que nos puede pasar a los seres humanos no es que el bosque avance hacia nosotros, sino que el bosque colapse, la tierra se resquebraje, se incendie, se haga impracticable para la vida. Y para que eso no ocurra, necesitamos ciencia, pensamiento y arte, como el que Fran Pérez Rus nos presenta, que nos advierta de los peligros que avanzan imparables a no ser que quememos los puentes que nosotros mismos les hemos tendido.  

Bibliografía

Bridle, J. (2018) New Dark Age: Technology and the end of the future. Verso: Nueva York 

Crary, J (2015) 24/7: El capitalismo al asalto del sueño. Editorial Ariel: Barcelona

Morton, T. (2016) Hyperobjects for artists: a reader. Página web del artista.

Rivas, P. (29/06/2022) Marta Peirano: “La fantasía apocalíptica es un obstáculo, necesitamos nuevos futuros”. El Salto Diario. 

Sadin, E. La humanidad aumentada: la administración digital del mundo. Caja Negra: Buenos Aires 

Sánchez, C. (11/02/2020) ¿Podría caerse Internet? El Español 

Steyerl, H. (2010) Los condenados de la pantalla. Caja Negra: Buenos Aires