Las tormentas que se precipitan sobre nuestro imaginario

Por Santiago Morilla

Texto catálogo New Clouds

Tengo que ver una cosa mil veces antes de verla una vez. (Thomas Wolfe)

 

Empecemos por el principio, seamos sinceros… ¿Tenemos tiempo para mirar las nubes? ¿Lo hacemos acaso? Y si es así, ¿sabemos interpretar qué nos están diciendo? Sin duda, cada espectador observará y reaccionará a sus formas desde múltiples lugares de enunciación. Pero, ¿qué nos dicen? ¿Desde dónde las observamos?

 

Amanecer entre altocúmulos

Si aplicamos el principio socrático, y seguimos desgranando (permítaseme aquí) nuestra nublada ignorancia con cierta actitud retórica, cabría también preguntarnos: ¿De qué están compuestas? ¿De dónde vienen y hacia dónde van? ¿Qué significan sus alturas, sus halos solares, sus velos blanquecinos o sus distribuciones desgarradas, rotas, aborregadas y enladrilladas? ¿Somos capaces de identificar únicamente pareidolias en ellas (figuras o caras que ya preexistían en nuestra base de datos cerebral)? Para un especialista meteorólogo estas preguntas no tienen sentido alguno, ya que el idioma de las nubes describe ciertamente una fenomenología de carácter empírico que habla –por ejemplo– de inestabilidades atmosféricas geolocalizadas, de contaminaciones ambientales extremas, de previsiones para las cosechas o –incluso– de recomendaciones para agendar los próximos lanzamientos espaciales. Pero este texto no pretende hablar de meteorología, sino que quiere plantear –de entrada– cómo (desde la práctica en arte contemporáneo) las nubosidades de nuestros sesgos cognitivos y perceptivos se precipitan señalando las circunstancias (fricciones, dudas y negociaciones) de nuestra actual habitabilidad planetaria, formalizadas a su vez en los imaginarios sociales, culturales y colectivos. Imaginarios que, recordemos, para el filósofo Cornelius Castoriadis son las creaciones incesantes e indeterminadas (histórico-social y psíquicamente hablando) que, a modo de ciclo hidrológico, circulan (se evaporan, condensan y precipitan) en las imágenes que nos ayudan a hablar de alguna cosa (2007, p. 12). No en vano, estas nubosidades, con sus imágenes e imaginaciones en claros y oscuros, conforman aquello que llamamos realidad.

Si bien es cierto que no todos somos especialistas meteorólogos (ni ciertamente necesitamos serlo para hablar de nubes), también parece claro que –en cierto modo– hemos perdido capacidad de agencia para leer el entorno climático, tecnológico y relacional. Hemos perdido un importante grado de conexión personal con los medios (ambientes) circundantes, capaces de aglutinar las lecturas de la interrelación con las múltiples agencias de observación que están fuera de la cosmología humana y que, sin duda, tienen sus propias lógicas relacionales y sus propias dinámicas ecológicas. Quizás, a estas alturas, podríamos acordar que –por ejemplo– nuestros ancestros estaban más familiarizados con la morfología de las nubes, y también –cómo no– con las siluetas de los depredadores aéreos que volaban entre ellas. Les iba la vida en ello. Reconocer dichas siluetas era crucial para la vida de sus rebaños, de su familia, de su economía. Mirar hacia arriba era un acto vital, automático. Interpretar una nube o reconocer el vuelo de una rapaz suponía un útil e interiorizado acto de supervivencia. Un acto, a la postre colectivo, que con el tiempo definió los límites del imaginario que estaba siendo transmitido de generación en generación. 

Pero, poco a poco, simplemente, dejamos de mirar así. El mundo ha cambiado radicalmente, y con él nuestra mirada, las nubes, los depredadores. Hoy reconocer las siluetas de los drones asesinos entre aquellos que no lo son puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Reconocer las distintas tipologías de los vehículos aéreos militares no tripulados (drones de vigilancia y de guerra) puede ser un acto personal de resistencia subversiva, pero también puede ser considerado como una necesaria actualización al contexto ambiental y al estrato epistémico contemporáneo. Hoy, reconocer una nube tóxica o una elevada concentración de gas o –incluso– saber dónde se encuentran los puertos de entrada de los cables de fibra óptica submarina, puede marcar la diferencia. La interpretación de las imágenes que hablan de nuestra realidad nos exige una profunda actualización ante los complejos tiempos que nos ha tocado vivir. Nos empuja a realizar un update del imaginario instituido que reconozca nuestra fragilidad ante las multicrisis ecosistémicas que se precipitan sobre todos los órdenes de la vida. 

Asumir de entrada, en este texto, que existen nubosidades en los actuales imaginarios (instituidos, pero también instituyentes) es insinuar cierta indeterminación en los escenarios, los marcos y las redes simbólicas que compartimos, y que son copartícipes de los procesos cognitivos sin los cuales una sociedad no podría sobrevivir. Por eso, poder mirar y pensar, pero también poder imaginar una nube, es una manera de enmarcar las dificultades que tenemos los humanos para encarar nuestra existencia y reconocer nuestra profunda desconexión con el entorno, entendido éste como una suerte de mente extendida y colectiva, copartícipe de la propia existencia en términos materiales y simbólicos (Larrañaga, 2023). Dicho de otro modo, lo que sabemos de algo (una nube) determina materialmente lo que ese algo es, o termina siendo, a tenor de los efectos antropogénicos que podemos reconocer sobre el planeta Tierra. Como sostiene Gregory Bateson, y explica el también antropólogo Tim Ingold, «tanto mente como ecología están situadas en las relaciones entre el cerebro y el medio ambiente circundante» (2000, pp. 17-18). No podemos escapar del ciclo de reciprocidades simbióticas, entre idea y materia, entre mente y entorno. Las nubosidades –así consideradas– están suspendidas sobre nuestras cabezas tanto como sobre nuestras experiencias. Están suspendidas también sobre toda posibilidad de surgimiento de otra imaginación emancipadora, capaz de recomponer la relación que establecemos con la vida, capaz de proponer otro nosotros/as.

Cuando amanecemos entre altocúmulos es de esperar tiempos inestables en el lugar de la observación. Por lo general, la presencia de estas nubes en las mañanas calurosas precede el posterior desarrollo de fuertes tormentas. Pero, ¿las reconocemos a tiempo? Y/o, ¿sabemos interpretar sus signos de inestabilidad –real y metafóricamente hablando–? O acaso, ¿nos hemos acostumbrando a amanecer entre altocúmulos, en un estado permanente de alarma planetaria? La antropóloga ecofeminista Yayo Herrero nos recuerda que las ausencias (materiales y morales) y los extravíos (del sentido común), ambos frutos de nuestra desconexión y pérdida del horizonte planetario, nos invaden de un miedo tal que pendula desde la reprimida indiferencia hasta el estupor más absoluto. Pero, ya sea en su condición consciente o inconsciente, es precisamente al miedo al que hay que invocar como esa potencia capaz de articular un espacio común de resistencia (Herrero 2021, pp. 37-50). Una potencia de reacción que ya el filósofo Timothy Morton (2019) consideró el eje de su «ecología oscura», como la primera línea de batalla contra el bloqueo político y estético generalizado, la depresión y el enfado motivado por la impotencia, la culpa y la delegación de responsabilidades en los muchos duelos de las crisis derivadas del colapso ecosistémico. 

Desde el principio, vemos que no hay un horizonte o imaginario común desde el que interpretar en toda su dimensión las nubosidades que nos sobrevuelan (y se precipitan en forma de miedo), pero sí indicios y vínculos semánticos que nos hermanan con lo no humano desde el conocimiento-de-la-imagen-mundo-común. Porque, como señala el filósofo Santiago Alba Rico, «si se pierde la memoria se pierde igualmente la imaginación; y –por último– si se renuncia a la responsabilidad se renuncia al mismo tiempo a la esperanza» (2021, p.16). Si sobre las brasas del miedo reconocemos nuestra arrogante ignorancia, quizás podamos recuperar la memoria, contra-imaginar y responsabilizarnos de nuestra mirada –juntas y juntos– sin negar los evidentes límites planetarios y sin caer en éticas y estéticas extraterrestres. En la voluntad de esa nueva mirada queda suspendida la pregunta: ¿En qué planeta vivimos realmente? Y, sobre todo, ¿podemos acaso mirarlo, estrenando nuevos ojos, a través del arte contemporáneo? De eso, trata principalmente la propuesta artística New Clouds. 

 

Mediodía en el cloud computing

Las nubes digitales del artista Fran Pérez Rus invaden toda la atmósfera de la sala ático del Palacio Condes de Gabia (Granada), que antaño funcionaba como sala de cine. Flotan, en el bucle generativo de su obra de animación The Volume (2023), dentro un sistema-marco donde la mediación tecnológica atraviesa y permea una experiencia expositiva que ha culminado su transición desde la imagen fílmica hasta la imagen-dato. Son, de hecho, nubes ficticias en constante formación, modeladas por ordenador, que nos recuerdan que la actual dependencia tecnológica de la mirada ha reconfigurado de manera radical las condiciones que afectan a los actuales procesos de subjetivación, a la manera en que nos acercamos, percibimos y entendemos lo que estamos viendo. Porque ya no somos meros espectadores pasivos, somos inforgs, según el término propuesto por el filósofo informacional Luciano Floridi (2015), interactuantes híbridos (materiales y virtuales) que hemos adoptado una forma simbiótica con la información ambiental mediada tecnológicamente. O dicho de otra forma, somos el resultado de informatizar la categoría de sujeto y de agencia onlife, siempre dispuestos al post, al like y a la interacción en línea, es decir, plenamente disponibles en el espacio-tiempo de la computación ubicua como potenciales recursos extractivos. Y es que es desde esta condición que contemplamos el fluido espectáculo del proyecto New Clouds de Pérez Rus. Una perfecta metáfora del llamado cloud computing, la red de servidores externalizados y deslocalizados, encargados de atender las peticiones de millones de inforgs en cualquier momento y lugar, en tiempo real y desde cualquier dispositivo tecnológico móvil o fijo. Y también, es desde esta condición que nos podemos reconocer en las formas de sus nubes, mientras los datos nos devuelven la mirada, esperando el momento idóneo para precipitarse sobre nuestras pantallas.

Pero, más allá de la mera contemplación o –incluso– más allá de la materialidad de nuestros propios ojos y dedos, la relación que entablamos con la tecnología ha trascendido su condición protésica como mero repositorio de la memoria colectiva, y supera lo que Bernard Stiegler (2002) llamó lo «inorgánico organizado». Más bien, hoy, dicha relación estaría profundamente encriptada dentro de una cibernética ubicua con capacidad de agencia y gobernabilidad algorítmica y –al tiempo– gran depredadora de recursos naturales; es decir, la tecnología actual sería lo que Yuk Hui (2022) llama el «inorgánico organizante», un superorganismo que ha comenzado a sentirse cómodo en su nuevo estado orgánico, donde los inforgs seríamos (aún) partes esenciales pero indefectiblemente subordinadas. Tendríamos, por consiguiente, que considerar lo maquínico y lo computacional no por su capacidad asistencial (Sadin 2017) sino como todo un sistema medioambiental que nos contiene (computación cuántica, Internet de las cosas, big data, smartización de las ciudades, masificación de sensores, minería de datos y modelos avanzados de cálculo probabilístico, inteligencia artificial, etc.), y donde habríamos de resituar consciente, responsable y críticamente nuestra mirada. Porque, como nos advierte Hui, «la forma de participación de la tecnología es fundamentalmente medioambiental y al mismo tiempo transforma el medioambiente» (2022, p. 267). 

Desde este enfoque, compartido por la epistemología ecológica de Gregory Bateson, podemos entender en qué mundo vivimos realmente recuperando el concepto de «Tecnosfera» (originalmente acuñado por el geólogo y geoquímico Vladímir Vernadski) para, así, situar nuestra actual mirada crítica hacia este sistema-marco compuesto por los artefactos e infraestructuras creadas por el ser humano. Una suerte de biotecnoesfera entendida como una interfaz operativa entre la materia viva y la inerte, que hoy parece un acertado modelo descriptivo para designar nuestro contexto habitacional en el planeta Tierra. Recordemos que, posteriormente, el científico Peter Haff (2013) incidiría en el hecho de que dicha esfera, compuesta por sistemas tecno-sociológicos interconectados a nivel mundial, afectaba de manera determinante al medio ambiente y era responsable, entre otras cosas, del aumento de la temperatura y de la contaminación en el contexto de la crisis ecosistémica global. 

Con este marco contextual ya fijado, es importante atender al hecho de que nuestra actual condición inforg depende indudablemente del permanente desarrollo y mantenimiento de las ingentes infraestructuras satelitales, marinas y terrestres, que posibilitan la transmisión de grandes volúmenes de datos, y que esto tiene sus evidentes consecuencias medioambientales. Una cuestión que es central en el actual proyecto artístico de Pérez Rus, que llega incluso a afirmar que «a pesar de saber que como civilización lo estamos haciendo mal, preferimos seguir inmersos en nuestro mundo de pantallas y recreaciones virtuales». El hecho de que el cloud computing nos facilite una interacción ubicua aportando fluidez al procesamiento de datos y ayudando a la liberación de los pesados discos duros locales, ha implicado también el consiguiente crecimiento de las llamadas granjas de servidores y los centros de datos (con sistemas antincendios, alimentación ininterrumpida, aire acondicionado y refrigeración de servidores, etc.). Infraestructuras responsables de un alto porcentaje del consumo eléctrico y de las emisiones de CO2, entre otros impactos que responden a su imparable crecimiento infraestructural. Sin embargo el artista no es en absoluto un stopper (término anglosajón usado para designar a los que se interponen en el uso de la tecnologías en la nube), sino que –más bien– su obra parece interpelarnos para que atravesemos completamente el simulacro tecnológico, aparentemente inocuo, volátil e intangible. Nos invita a considerar que su materialidad y su potencial contaminante queda invisibilizado en los medios digitales cuando, simplemente, enviamos un email, hacemos una transacción bancaria o vemos un video en la sala de exposiciones, o en nuestra plataforma on line favorita. Y esto es así porque la trazabilidad de nuestras acciones inforg tiene su «materialidad desplazada», como apunta el físico y escritor Agustín Fernández Mallo (Bahamonde 2021). Porque no vemos los efectos directos de su gasto energético, de su coste extractivo o de su corrupción material a corto o medio plazo. Simplemente padecemos los efectos indirectos de lo «inorgánico organizante» en el ecosistema tecnosférico en la medida que sus múltiples cadenas de producción y retroalimenación dejan huellas, cadáveres, reacciones termodinámicas, tóxicos y signos de tormenta. En consecuencia, pareciera que uno de los retos principales a los que nos empuja la propuesta artística New Clouds tendría que ver más con mudar la mirada hacia otra consideración más ambiental e integradora entre lo humano y lo tecnológico, en tanto que comparten sus mismas lógicas operacionales recursivas. 

 

Atardecer dentro de la tormenta tecnosférica

Nada más entrar al particular espacio expositivo que nos propone Pérez Rus, las referencias y apropiaciones meteorológicas de las instalaciones Convection y Turbulence (2023), nos advierten de que nos sumergimos en una experiencia artística que explora las complejas tensiones ecológicas de la Tecnosfera. Es más, con los impresionantes y turbulentos ojos de huracán de las imágenes satelitales Supercell I y Supercell II (2023), esa inmersión queda plenamente situada espacialmente. Pero además, el proyecto se complementa con la presencia en la edición de este libro de la serie New Clouds (2023), inquietantes secciones nebulares en 3D procesadas a partir de imágenes satelitales de la NASA. Con todo ello, ya sea desde la sala de exposiciones o entre líneas y páginas, el artista nos invita a participar del libre juego de reciprocidades y afecciones entre lo abstracto y lo concreto, entre el simulacro y lo real, entre la fenomenología de la representación mediada tecnológicamente y –digámoslo así– la materialidad medioambiental de la que formamos parte. Si aceptamos plenamente su juego, participaremos de un ecosistema informacional que queda determinado por su forma de hacerse ver, de aparecer ante nosotros, de tematizar la experiencia expositiva donde el visitante, como si de una partícula inforg que flota en el espacio-red se tratase, reflexionará sobre su vector tecnosférico dentro de la mecanización de la naturaleza (que tan comúnmente tratamos como un mero recurso para consumir, trofeo que exponer o icono que viralizar). Por eso al artista le interesa tanto imitar la imagen técnica con la que trabajan los meteorólogos cuando procesan los datos medioambientales, por eso modeliza las nuevas súpertormentas que están apareciendo en estos últimos años… porque en esos datos y en estas tormentas también quedamos retratados, subsumidos, interpelados. Y entendemos que con todo ello, no busca espectacularizar ni rentabilizar la distopía, sino abordar la accidentalidad de nuestra época y el devenir catastrófico de lo sensible, para activar así una posible emancipación psíquica y colectiva de nuestra condición inforg.

En otro espacio de la sala de exposiciones, nos aguarda la obra From my Screen to The Sky (2021), una animación 3D con un contenido hipnótico e inquietante, precisamente por su literalidad revelada. Se trata de un vídeo que muestra un plano fijo sobre fondo negro de una chimenea cuya emanación es captada gracias a la visión térmica. Podemos observar el multicromático baile del calor liberado a la atmósfera que, de no ser por la manipulación de los niveles de luz infrarroja, permanecería invisible a nuestros ojos. Así, con una mínima manipulación de la imagen-dato, el artista hace literal aquello no enunciado, lo no visto, lo cuantificado pero no singularizado. Podemos entender que su acción sobre la imagen digital es eminentemente performativa, según sostiene el crítico de arte y teórico de los medios Boris Groys (2008, p. 84). Es decir, es una acción sobre un particular flujo de datos que siempre depende de las traducciones tecnológicas y computacionales, así como de sus posibles prácticas abusivas y de sus límites materiales. Porque cada vez que un archivo digital viaja, a través de la interpretación del software de visualización, su acción se encuentra (y se nos ofrece) como una puesta en escena en sí misma, como una performance visual que siempre masajea el hardware. En la línea de lo que nos recuerda la artista e investigadora Hito Steyerl, participar críticamente de la imagen también es «participar en la materialidad de la imagen tanto como en los deseos y fuerzas que esta acumula» (2014, p.55). Es por ello que a Pérez Rus no se le escapa la importancia de la circularidad (tan presente en el discurso de todo el proyecto New Clouds) y que, especialmente en From my Screen to The Sky, nos señala el hecho de que el soporte donde se desvela la imagen también se calienta, precisamente por realizar su labor performativa, participando con ello del ciclo termodinámico planetario del que todos, humanos y no humanos, formamos parte. Pero, entendemos que lo más importante, aquí, es que las transferencias de energía también se producen sobre todo –cómo no– en un plano discursivo y simbólico, capaz de desencadenar otras transformaciones. Si una vez aceptado el juego expositivo/discursivo del artista, considerásemos que una pantalla (un móvil, una fotografía o un libro, por ejemplo) no es un mero trasto inerte, y que su materialidad y los mensajes que atesoran pueden entenderse como toda una constelación de «tensiones, fuerzas, poderes ocultos, todo ello en permanente intercambio» (Steyerl 2014, p. 58), entonces ya podríamos mirar las cosas como lo que son, como tú y como yo, como nodos de una misma red de interdependencias medioambientales.

Empezábamos este texto preguntándonos qué veíamos en las nubes, desde qué condición las observábamos y sobre qué mundo llovían sus gotas, sus datos… y ahora, lo queremos terminar del mismo modo, con más preguntas sobre la experiencia artística reverberada por New Clouds. Porque la propuesta de Pérez Rus no se agota en la activación de una subjetivación ecológica actualizada al momento actual, sino que también nos propone una mirada no antropocentrada (ni capitalocentrada) sobre las cosas, para entenderlas como acumuladores de fuerza simbólica, como fuerzas del deseo, cómplices y aliados, pero también como agentes autónomos capaces de participar la destrucción, la contaminación y la corrupción ecosistémica. ¿Acaso es observar la representación de la naturaleza –en este caso ya postnaturaleza– del proyecto New Clouds un mero acto de consumo? ¿Seguimos consumiendo imágenes como nos consume la vida, como un espectáculo que nos aleja de la experiencia directa? Estas preguntas –que remiten al pensamiento situacionista de Guy Debord (1995)– habrían de actualizarse para el escenario del actual capitalismo informacional hipertecnificado. Por lo tanto, habríamos de explorar nuevas posibilidades para la vida buena cambiando las formas de la experiencia (situaciones) en la Tecnosfera. Pero si los situacionistas luchaban contra la represión de la sociedad de la abundancia, hoy nos encontramos en un contexto de precariedad en permanente crisis ecosistémica, donde el problema se ha acentuado sobre la base de la expropiación de las condiciones de la existencia en beneficio del capital concentrado. Así, y con todo, las preguntas siguen siendo pertinentes: ¿Podría el arte cambiar las formas de la experiencia en este contexto? ¿Acaso necesitamos enmarcar las fenomenologías de la Tecnosfera para poder pararnos a disfrutarlas, o a reflexionarlas críticamente en una sala de exposiciones? 

New Clouds se sitúa claramente en la búsqueda de un tipo de práctica simbólica que genere efectos vivos, sin vuelta atrás. Es un proyecto que promueve hoy –más que nunca– la modificación de la mirada sobre aquel humano y no humano que coparticipa de lo medioambiental tecnosférico. Y para dispositivar su intención, el privilegiado contexto de la sala de exposiciones sigue aún efectuando su particular embrujo sobre una necesaria atención pausada y reflexiva (tanto como sobre el consumo del icono). Sí, el proyecto nos invita a parar, a mirar hacia arriba de otra forma, a identificar los nuevos depredadores que nos sobrevuelan (así como también a consumir el relato expuesto). Por eso una posible salida a nuestra contradictoria experiencia con lo medioambiental no humano (seres, cosas y tecnologías), aún atrapada bajo la lógica de la lluvia mercantil (instrumentalización para la explotación y rentabilidad económica sin fin), sería la liberación (material y simbólica) –como sentenciaba el artista y crítico de arte Boris Arvatov (1997)– de la esclavitud de su estatuto en tanto mercancía capitalista. Somos aún –lo sabemos– mercancías, todas y todos, inforgs, cosas, algoritmos, nubes, glaciares y ecosistemas vivos, que sin lugar a dudas podríamos empezar a contraimaginar derechos que defender y nuevas imágenes a producir, pero –eso sí– a través de nuestra participación activa en la descanegrización tecnológica.  

¿Puede escapar el arte al cálculo de probabilidades anticipadas? ¿Puede escapar a las inercias de la rentabilidad (capacidad de monetización en la interacción, viralización, apropiación, etc.) de la imagen tecnificada? ¿Podemos pensar con las imágenes-dato de Pérez Rus como un sistema interrelacional y activo que se disputa un nuevo y necesario imaginario de resistencia, capaz –en parte– de transformar el mundo y cambiar la vida? Creemos que sí. Pero eso implica mirar de nuevo –a pesar del miedo– el enredo del que formamos parte. Implica mirarnos volátiles y transitorios, al tiempo que corresponsables de las tormentas que se precipitan sobre nuestro propio imaginario. 

Referencias:

Alba Rico, Santiago. (2021). «Prólogo. El capitalismo extraterrestre y los monstruos del desamor». En: Herrero, Yayo. Ausencias y extravíos. Madrid: Editorial Escritos Contextatarios.

Arvatov, Boris; y Christina Kiaer. (1997). «Everyday Life and the Culture of the Thing (Toward the Formulation of the Question)». October (81), pp. 119-128.

Bahamonde, Antonio. (2021). «¿Podría caerse internet?». El Cultural, El Español. Disponible en: 

<https://www.elespanol.com/el-cultural/opinion/dardos/20211220/podria-caerse-internet/636186808_0.html>

Castoriadis, Cornelius. (2007). La institución imaginaria de la sociedad. Buenos Aires: Tusquets. 

Debord, Guy. (1995). La Sociedad del Espectáculo. Santiago de Chile: Ediciones Naufragio.

Floridi, Luciano. (2015). «Hiperhistoria, el surgimiento de los sistemas multiagente (SMA) y el diseño de una infraética». En Martínez Ruíz, Xicoténcatl (Coord.), Infoesfera (pp. 17-46). México, D. F.: Instituto Politécnico Nacional. 

Groys, Boris. (2008). Art Power. Cambridge, Massachusetts: The MIT Press.

Haff, Peter K. (2013). «Technology as a Geological Phenomenon: Implications for Human Well-being». Geological Society, London, Special Publications (395), 301-309. 

Herrero, Yayo. (2021). Ausencias y extravíos. Madrid: Editorial Escritos Contextatarios.

Hui, Yuk. (2022). Recursividad y contingencia. Buenos Aires: Caja Negra Editora.

Ingold, Tim (2000). The Perception of the Environment. Essays on Livelihood, Dwelling and Skill. London & New York: Routledge.

Larrañaga Altuna, Josu. (2023). «Imaginarios en disputa». ¬Accesos. Revista de investigación artística (6), 146-159. 

Morton, Timothy. (2019). Ecología oscura. Sobre la coexistencia futura. Barcelona: Ediciones Paidós Iberica, S.A. 

Sadin, Éric. (2017). La humanidad aumentada. La administración digital del mundo. Buenos Aires: Caja Negra. 

Steyerl, Hito. (2014). Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra Editora.

Stiegler, Bernard. (2002). La técnica y el tiempo 1: El pecado de Epimeteo. Hondarribia (Guipuzkoa): Hiru.