Hasta hace apenas unos minutos pensaba que las nubes estaban hechas de cúmulos de vapor de agua. Gracias a Internet, he sabido que las nubes están hechas, en realidad, de agua condensada en mayor o menor medida, desde su forma líquida a su cristalización en forma de hielo. Gracias a esa búsqueda que he hecho en Internet, también, un servidor en alguna parte ha gastado energía. No sé por cuántos servidores ha pasado mi búsqueda. No sé dónde están esos edificios llenos de procesadores, memorias externas, cables amarillos y negros como la serpiente amarilla marina, Hydrophis platurus, que nada cerca de los cables submarinos que siguen el trazado de las antiguas rutas de comercio mundial (también de comercio de es- clavos) y transportan datos a través de los océanos. Es difícil saber dónde habita Internet. Y aún es más difícil entender que cualquier dato que se recibe o se lanza a la nube, se lanza, de alguna forma, hacia las nubes, las blancas, las grises, que motean o tapizan el cielo dependiendo del clima y del momento del año. Mi búsqueda por sí sola es solo una gota de agua condensada, pero unida a las millones de búsquedas diarias que se realizan cada hora en Internet, puede pasar a formar parte de una nube densa y oscura, escupida por la espalda cansada de alguna central eléctrica.
Las nubes son algo que puede mojarte el pelo o la ropa cuando aparece sin previo aviso en verano. Levanta su lluvia del suelo un olor a estar vivo que casi impide la tristeza. La formación de nubes es lo que renueva el azul del mundo, lo que riega las cosechas y da de beber a los animales. Pero también la descarga de una nube puede tener fuerza suficiente para destruir un pueblo entero si cae con una furia mayor de la que puede soportar la tierra. Su granizo puede partir ventanas y huesos, y su ausencia puede provocar que se agriete el suelo, que nos muramos de sed. Pero nadie diría «el agua, la nube, es buena» o «el agua, la nube, es mala». Las cosas existen irremediablemente fuera de nosotros, nuestras esperanzas y nuestras leyes, aunque la ficción de la supremacía humana nos haya dejado ciegos a que apenas somos una cutícula del universo, una coma en la historia. Una planta, una nube o un águila existen fuera de mí y sin mí. Pero también nos son inalcanzables las cosas que nosotros mismos hemos creado: unos zapatos, un plato, la red de servidores de Internet, o el ordenador o la inteligencia artificial que crea, en base a una serie de parámetros, la imagen de una nube que nunca ha visto, al menos no como entendemos los animales humanos el acto de ver. No podemos controlar los seres animados e inanimados que nos rodean y con los que estamos obligados a crear una convivencia. Pero sí nos corresponde pensar sobre lo que hacemos y sus consecuencias, sobre la nube en las nubes, la nube que puede ennegrecer el cielo o dejarlo azul y liso para siempre hasta que la sequía y la deforestación acaben con nosotros. Dejar una huella es inseparable de la condición humana: incluso nuestro caminar desnudos dejaría una marca en el suelo. Pero como especie que se vistió hace tiempo, y que habita la tierra como si la tierra no pudiese resentirse, sometiendo a todos los demás, nos corresponde la responsabilidad de pensar en el después del hacer, en las secuelas de nuestros verbos extraer, explotar, utilizar, contaminar, edificar, consumir, cosechar, perforar.
En el cielo hay cirros, cúmulos, estratos y nimbos. También hay hard-ware, software, servidores e Internet. Pájaros y ondas electromagnéticas cruzan el cielo azul, de un sitio a otro. Solo que los datos, a diferencia de las aves migratorias, no tienen un destino final, no conocen la sensación de llegar. Y en eso radica el peligro que enfrentamos.