Save the trees (to disk)

Por Pau Waelder

Catálogo Deforestación

Programa Iniciarte – Junta de Andalucía

La naturaleza en el Antropoceno

La imagen que ocupa el fondo de escritorio es una foto aérea de unos campos de arroz, un apacible paisaje de tonos verdes que interrumpen los iconos de varias carpetas y documentos amontonados en la parte derecha de la pantalla. La perspectiva cenital permite ver los arrozales como un gran tapiz, una forma casi abstracta, de papel pintado, que se adecua a la función del escritorio del ordenador como una superficie plana en la que se pueden disponer objetos. La percepción cotidiana de la naturaleza que tienen muchas personas se resume en esta imagen: una bella fotografía de un paisaje, un árbol o una flor sobre la cual se despliegan una serie de iconos. Obviamente, la naturaleza también se haya presente en los campos que rodean las ciudades, carreteras y autopistas, en las montañas y bosques que se alzan en la lejanía y en los árboles que jalonan las calles y dan sombra en plazas y parques. Pero estas plantas y formaciones naturales no suelen recibir la misma atención que la imagen de fondo de pantalla, una fotografía seleccionada por el usuario que representa una visión ideal de la naturaleza, realizada con el objetivo de ser contemplada. Esta imagen resulta en definitiva tan ilusoria como los iconos que, imitando la apariencia de carpetas y hojas de papel, se colocan sobre ella.

El historiador de arte W.J.T. Mitchell (2002) afirma que un paisaje es “una escena natural mediada por la cultura. Es a la vez un espacio presentado y representado, tanto significante como significado, el marco y lo que contiene el marco, un lugar real y su simulacro, el envoltorio así como el producto que contiene dicho envoltorio” (p.5). Parte de sus “tesis sobre el paisaje”, esta reflexión nos lleva a considerar el paisaje como una ficción, una construcción cultural que es a la vez lugar e imagen, de la misma manera que lo es el fondo de escritorio que ocupa un espacio (virtual) y representa otro (real, aunque manipulado en su representación). Pero el paisaje no se convierte en ficción por el hecho de ser representado, en este caso por convertirse en una imagen en una pantalla, sino que es en sí mismo un artificio: el paisaje supone la antítesis del país, es un estado ideal que se independiza del terreno, la parcela de tierra a la que hace referencia (Mitchell, 2002, p.15). El proceso por el cual el país se convierte en paisaje lo describe el filósofo Alain Roger (2000) como una artialización, es decir, una transformación en objeto de contemplación estética por medio de la mirada (in visu) o de la directa intervención sobre el entorno natural (in situ) (p.20). Como indica el término que ha escogido para denominar este proceso, Roger centra el concepto de paisaje en el ámbito del arte e indica que, aunque se ha mantenido durante siglos la convicción que el arte debe ser una imitación perfecta de la naturaleza, en realidad la vocación del artista es “negarla, neutralizándola para producir los modelos que nos permitirán, al contrario, moldearla” (p.14). La artialización de la naturaleza se convierte así en un acto de dominación, una transformación de un medio considerado originalmente hostil y posteriormente domesticado y adaptado a los usos que le da el hombre. Mitchell (2002) coincide con esta percepción del paisaje como un instrumento de poder, que “naturaliza una construcción social y cultural, representando un mundo artificial como algo simplemente dado e inevitable” (p.2). Así, el paisaje, lejos de ser una mera instantánea de un entorno natural, una imagen inocua que nos transporta a dicho espacio, es una composición forzosamente ficticia y marcada por una determinada relación entre el ser humano y la naturaleza.

La observación de un paisaje, según indica el filósofo Jeff Malpas (2011), implica una particular interacción con el entorno y con la manera en que el individuo concibe su existencia en el mundo (p.19). De esta manera, el paisaje forma parte de la relación entre el yo y el Otro, lo que es propio y lo ajeno. El Otro, en este caso la naturaleza, es concebido como algo externo y extraño, que debe ser dominado para formar parte de lo propio, la esfera de lo humano. No es extraño, nos recuerda Malpas, que el auge de la pintura de paisaje coincida con el crecimiento de las ciudades, con el consecuente distanciamento del modo de vida rural (p.8). Roger (2000) describe el paisaje como “un invento de los urbanitas” (p.31) y afirma que lo que produce no es un acercamiento al entorno campestre, si no un alejamiento de la naturaleza, ahora recodificada como entorno idílico, de ocio y contemplación, en contraste con la ajetreada vida en la ciudad. En las urbes, la naturaleza se ve delimitada a los espacios acotados de jardines y parques, así como los elementos de mobiliario urbano que permiten disponer ordenadamente árboles y plantas en los laterales de las vías de paso. Controlada y domesticada, la naturaleza halla en el jardín un espacio adecuado a las necesidades de las personas: es un hortus conclusus, una forma cerrada que excluye lo salvaje y más aún, ordena lo que contiene según criterios humanos. De esta manera, el jardín es en sí mismo un artificio (Brook, 2011, p.166), lo que Alain Roger describiría como una artialización in situ. Jardín y paisaje representan la dominación del ser humano sobre los sistemas naturales, que deben adaptarse a las condiciones que este les impone. Si, adoptando el término propuesto por Paul Crutzen, consideramos que el impacto de la acción humana sobre la Tierra ha constituido una nueva era geológica, el Antropoceno, vemos cómo la artialización se ha consumado a nivel global hasta el punto de transformar la propia evolución del planeta. En este contexto, la Tierra es ya claramente el dominio del hombre, sin más regiones inhóspitas que las que él mismo ha creado.

Ahora que no queda ningún lugar en el planeta que no se vea afectado por la actividad humana, el orden impuesto por el hombre se concibe como un orden natural. No obstante, como afirma el antropólogo Gregory Bateson (1972) en realidad estamos destruyendo los sistemas naturales de la Tierra, que siguen siendo naturales pero pierden su equilibrio original (p.435). Esta pérdida de equilibrio acrecienta los efectos de lo que conocemos como desastres naturales. Huracanes, tempestades, heladas e inundaciones destruyen el “orden de lugar”, un orden material e ideal establecido por las comunidades humanas. La ilusión de mantener la naturaleza bajo control se desvanece cuando resulta imposible contener unas fuerzas que destrozan todo lo que el hombre ha construido y revelan la fragilidad del paisaje que ha creado. En este sentido, el sociólogo J. Nicholas Entrikin (2011) señala que los desastres naturales se han considerado simples infortunios, un trágico desequilibrio en la armonía entre el hombre y la naturaleza, pese a que son procesos que también implican un cambio y renovación del entorno natural (p.114). Los desastres naturales suponen así el reverso del paisaje como representación de una naturaleza plácida y domesticada, pero también son objeto de una contemplación fascinada por su enorme poder. Convertidos en monstruos temibles, simbolizan el perfecto rival del orden establecido por el hombre, reafirmando la concepción de este último como el “orden natural” frente al “caos” de la naturaleza “salvaje”. La convención establecida por la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), que asigna nombres femeninos y masculinos a las tormentas que se producen cada año en Estados Unidos, no hace sino reforzar esta percepción de los sistemas naturales como enemigos. En la relación entre el hombre y la naturaleza se establece así una clara separación. Pese a la ilusión de una convivencia armónica, los sistemas naturales que los humanos no pueden controlar pasan a ser un Otro, a veces temible, que amenaza el orden establecido y por tanto no puede formar parte de él. Así, los desastres naturales dejan de considerarse, en cierto modo, parte de la naturaleza.

Destrucción sublime

Una representación en 3D de una conífera en la ladera de una montaña, esquemática pero realista, se recorta sobre un fondo absolutamente negro. Tanto el árbol como la roca están formados por una nube de puntos blancos que recuerdan a una captura de escáner 3D, aunque se trata en realidad de objetos modelados directamente en el ordenador. Este tipo de representación muestra claramente que la imagen no es real, sino que se trata de un renderizado, una construcción artificial generada por medio de software. Pero a la vez remite a una técnica que se basa en la captura de datos de un espacio real, lo cual conduce a suponer que lo que estamos viendo es la representación virtual de árboles y formaciones rocosas que existen realmente en algún lugar de la Tierra, cuando de hecho no es así. La imagen es sintética, una construcción ilusoria que pese a mostrarse como tal resulta engañosamente fidedigna. En este sentido, es un paisaje que se revela como ficción, pero pese a ello, como todo paisaje, nos invita a percibirlo como una representación auténtica de la naturaleza. Su etérea presencia pronto se desvanece: lentamente, la copa del árbol se disuelve en una espiral de ceniza, una llama fría que consume poco a poco el objeto renderizado hasta hacerlo desaparecer.

En Deforestación, Fran Pérez Rus elabora una visualización de un desastre que se produce en la naturaleza pero no es en absoluto natural. Actualmente, se calcula que el 80 por ciento de los bosques naturales del planeta han sido destruidos, y los restantes siguen desapareciendo a un ritmo de 13 millones de hectáreas por año. Un área de bosque equivalente a la ciudad de Nueva York se destruye cada día (Bjornlund, 2010; Moutinho, 2012). Lo que causa esta deforestación global es principalmente la actividad humana: expansiones de terrenos de pastura, cultivos, tala controlada e incontrolada, minería, establecimiento de comunidades rurales y por supuesto incendios, accidentales o provocados. Según un informe de WWF, cada año arden en España 116.000 hectáreas, habiéndose consumido en los últimos 20 años el 25 por ciento de la superficie forestal del país. Si continua esta tendencia, en 2075 no quedaría ni un solo bosque (Hernández, 2014, p.9). Un dato adicional señala la acción nociva del hombre incluso cuando se propone repoblar el bosque: el 60 por ciento de los grandes incendios forestales se producen en regiones en las que no se ha respetado la biodiversidad, creando masas homogéneas de especies muy inflamables como Eucaliptus, Pinus halepensis o Pinus pinaster, lo cual ha facilitado que estos bosques ardan con mayor facilidad (Hernández, 2014, p.10). Los bosques, por tanto, no sólo desaparecen a medida que los árboles son talados o quemados, sino que en muchos casos son transformados en conjuntos artificiales de especies no autóctonas. Dejan así de formar parte de su entorno natural, entendiendo este como el que se forma en el mismo lugar sin la intervención del hombre, y pasan a ser algo extraño al medio en que se insertan. Como afirma Bateson, por medio de esta manipulación de los bosques introducimos el desequilibrio en los sistemas naturales que facilita su posterior destrucción.

Esta fragilidad y artificialidad de los bosques se ve reflejada en el modelo 3D creado por Pérez Rus, una aséptica simulación que es paradójicamente real, en cuanto atiende a la esencia, más que a la apariencia, de aquello a lo que se refiere. El filósofo Jean-François Lyotard vincula los paisajes y los bosques con aquello que se sitúa en lo informe e incontrolado: “se solía decir que los paisajes –pagus, esas tierras fronterizas en las que la materia se presenta en una forma primitiva antes de ser domesticada– eran salvajes porque siempre eran, en el Norte de Europa, bosques [forests]. FORIS, fuera. Más allá del cercado, más allá de los cultivos, más allá del ámbito de la forma” (citado por Kastner, 2012, p.38). Si entendemos el bosque como materia primitiva e informe, que se sitúa más allá de la esfera de lo humano, sin duda la manera más adecuada de representarlo es por medio de la efímera armazón de puntos que construye el artista y deja flotando en el vacío. El árbol así representado no puede formar parte de una visión idealizada de la naturaleza, sino que se muestra como el elemento extraño y misterioso que es, mientras se consume ante nuestros ojos. Este proceso de destrucción, pausado y elegante, provoca a la vez desasosiego y fascinación, en cuanto nos recuerda la progresiva, creciente e imparable desaparición de los espacios naturales vírgenes. Los datos que he presentado anteriormente acerca de la deforestación sugieren una terrible imagen, la de la rápida devastación de grandes superficies boscosas, enormes masas de vegetación reducidas a terrenos yermos. Sin embargo, Fran Pérez Rus decide mostrar este proceso no desde la perspectiva de una visión global de las áreas de bosque perdidas, si no centrándose en unos pocos árboles que se disuelven gradualmente en un escueto paisaje sintético. Este enfoque nos recuerda inevitablemente al paisaje romántico, a los árboles solitarios, las cimas desoladas, las ruinas decadentes y las escasas y diminutas figuras humanas que pueblan los lienzos de Caspar David Friedrich. Así como el pintor alemán expresó una visión de lo sublime en la naturaleza, en las frágiles coníferas generadas por ordenador encontramos una forma de sublimidad, en cuanto la imagen de un incendio forestal suscita de terror y melancolía (sentimientos que Immanuel Kant asocia con lo sublime) pero también resulta extrañamente bella.

Materia, huella y olvido

La desaparición del árbol renderizado, que podemos contemplar como una experiencia estética, nos lleva a considerar nuestro distanciamiento de la naturaleza y cómo este nos hace proclives a una cierta indiferencia, a una forma de olvido. Cada vez resulta más cierta la irónica afirmación del escritor Georges Perec: “no tengo gran cosa que decir acerca del campo: el campo no existe, es una ilusión […] El campo es un país extranjero. […] Yo soy un hombre de ciudad” (Perec, 1974, p.93). A la clara separación entre el urbanita y los espacios naturales que se destila de estas palabras le acompaña una desdeñosa negación de la propia existencia del campo. Si el campo no existe, a quién le importa lo que sucede allí. No forma parte de nuestra realidad cotidiana: que se tale un árbol no es algo que nos afecte tanto como un apagón, un atasco o una huelga de metro. A través de la distancia se forja el olvido: la conciencia de esa naturaleza salvaje, informe, que queda más allá del terreno cultivado, se va desvaneciendo poco a poco. El árbol arde y se consume, efectivamente, pero es un incendio frío, lejano y apenas perceptible. Los bosques desaparecen, no sólo del planeta sino también de nuestros pensamientos cotidianos, se disuelven sin dejar rastro, como una marca de agua que se seca o un archivo que se borra del disco duro. En este sentido, podemos interpretar los paisajes que crea el artista como una metáfora del olvido, la sistemática deforestación de la mente del hombre de ciudad, que no concibe ya aquello que queda fuera de sus cultivos, de los espacios que le resultan útiles (incluido el monte en el que disfruta de un picnic los domingos) y de los procesos que entiende y controla. ¿Para qué sirve un bosque? ¿Qué utilidad tiene una masa de árboles en una llanura o la ladera de una montaña si no ha sido acondicionada con mesas, papeleras, un aparcamiento y un espacio de juego para los niños? En la mente deforestada no hay lugar para aquello que ocupa un espacio en el planeta y no es explotado para usos humanos. En esta omisión de la misma existencia del campo se cultivan las acciones que conducen a la devastación del veinte por ciento restante de los bosques naturales.

En el espacio virtual de un modelo 3D resulta mucho más fluido y natural hacer desaparecer las cosas. El propio entorno es efímero e inestable, una mera representación o puesta en escena de los datos contenidos en un archivo. Estos mismos datos están condenados a su desaparición, en razón de una obsolescencia programada que los hará ilegibles a medida que el software empleado por el artista sea reemplazado progresivamente por nuevos programas y sistemas operativos que un día dejarán de ser compatibles con el archivo original. Incluso el disco duro en el que se aloja actualmente dicho archivo dejará de funcionar dentro de unos años. El artista escapa a esta inestabilidad conservando un vídeo del proceso generado por el ordenador, un registro de la sucesión de cálculos realizados por la máquina en un determinado momento, en la forma de una imagen en movimiento que se reproduce sin fin. Esta escena, que se mantiene intangible en una proyección sobre la pared, se completa con una serie de piezas que trasladan la imagen del árbol a la materia que se extrae del mismo. El artista aplica con consciente ironía la técnica del pirograbado a unos paneles de madera en los que plasma varias imágenes de los árboles en un estado previo a su destrucción. Una frase encontrada en un blog le inspiró esta materialización de la imagen: “Los seres humanos somos las únicas criaturas en la tierra capaces de talar un árbol para producir papel y luego escribir en él: «salven a los árboles.»” La contradicción que expresa esta afirmación ilustra elocuentemente el distanciamiento que experimentamos respecto a la naturaleza y el olvido que este genera. En las obras que crea Fran Pérez Rus, los paneles de madera no son simples soportes rígidos y la técnica empleada no es tan sólo una manera efectiva de trasladar una imagen a dicho soporte, sino que tanto la materia como el quemado de la misma incorporan un evidente significado a las piezas. El incendio frío modelado por ordenador se hace visible en la madera gracias a una quema precisa, y por supuesto cálida, que no conduce a la desaparición del árbol sino a fijarlo sobre el soporte como una imagen permanente. Uno de estos grabados, además, hace una referencia más directa a la frase encontrada al instar al espectador a “salvar a los árboles” perpetuando este mensaje en un trozo de madera que ha sido cortada y quemada con el único fin de comunicar dicho mensaje.

La contradictoria relación entre soporte y contenido también se da en la serie Registros, doce impresiones sobre papel de troncos modelados en 3D a partir de capturas realizadas con fotogrametría. Esta técnica permite reproducir la textura de una superficie por medio de la medición de numerosas imágenes de la misma, transformando la información bidimensional en tridimensional y generando un objeto virtual. De esta manera, los troncos reales son digitalizados y convertidos en formas intangibles que no obstante evocan una sorprendente tactilidad gracias a una reproducción minuciosa. A diferencia de las imágenes de la deforestación, el artista parte en este caso de una captura de árboles reales, pero sólo reproduce su corteza, que en el modelo 3D aparece como una carcasa hueca, más parecida a un molde que al objeto real. Los troncos se muestran así como meras huellas, registros parciales de la naturaleza que el artista ha sometido al escrutinio de una máquina. El proceso que lleva del tronco del árbol a la carcasa generada por ordenador también aporta una lectura adicional al proyecto. Fran Pérez Rus salva la distancia que le separa de la naturaleza apropiándose de la textura de las cortezas para conservarla en el entorno virtual que genera un software de modelado en 3D. De esta manera, podemos decir, conserva la huella del árbol y su propia existencia, salvándolo del olvido (al hacerlo presente ante nuestra mirada) y de su posible desaparición (al conservar un registro digitalizado). El árbol ha sido por tanto “salvado”, en el doble sentido del verbo “to save” en inglés, que también se refiere al hecho de guardar un archivo en el disco duro del ordenador. La necesidad de “salvar a los árboles” se puede entender, por tanto, no sólo en relación a la deforestación que se produce a nivel global en los bosques naturales, sino también en cuanto a la importancia de impedir esa deforestación íntima que tiene lugar, día tras día, en nuestro pensamiento.

Bibliografía

Bateson, G. (1972) Steps to an Ecology of Mind. Chicago: University of Chicago Press.

Bjornlund, Lydia D. (2010) Deforestation. San Diego: Reference Point Press.

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Perec, G. (1974). Éspèces d’espaces. París: Editions Galilée.

Roger, A. (2000). Breu tractat del paisatge. Barcelona: Edicions La Campana.