Por Pau Waelder
La naturaleza en el Antropoceno
La imagen que ocupa el fondo de escritorio es una foto aérea de unos campos de arroz, un apacible paisaje de tonos verdes que interrumpen los iconos de varias carpetas y documentos amontonados en la parte derecha de la pantalla. La perspectiva cenital permite ver los arrozales como un gran tapiz, una forma casi abstracta, de papel pintado, que se adecua a la función del escritorio del ordenador como una superficie plana en la que se pueden disponer objetos. La percepción cotidiana de la naturaleza que tienen muchas personas se resume en esta imagen: una bella fotografía de un paisaje, un árbol o una flor sobre la cual se despliegan una serie de iconos. Obviamente, la naturaleza también se haya presente en los campos que rodean las ciudades, carreteras y autopistas, en las montañas y bosques que se alzan en la lejanía y en los árboles que jalonan las calles y dan sombra en plazas y parques. Pero estas plantas y formaciones naturales no suelen recibir la misma atención que la imagen de fondo de pantalla, una fotografía seleccionada por el usuario que representa una visión ideal de la naturaleza, realizada con el objetivo de ser contemplada. Esta imagen resulta en definitiva tan ilusoria como los iconos que, imitando la apariencia de carpetas y hojas de papel, se colocan sobre ella.
El historiador de arte W.J.T. Mitchell (2002) afirma que un paisaje es “una escena natural mediada por la cultura. Es a la vez un espacio presentado y representado, tanto significante como significado, el marco y lo que contiene el marco, un lugar real y su simulacro, el envoltorio así como el producto que contiene dicho envoltorio” (p.5). Parte de sus “tesis sobre el paisaje”, esta reflexión nos lleva a considerar el paisaje como una ficción, una construcción cultural que es a la vez lugar e imagen, de la misma manera que lo es el fondo de escritorio que ocupa un espacio (virtual) y representa otro (real, aunque manipulado en su representación). Pero el paisaje no se convierte en ficción por el hecho de ser representado, en este caso por convertirse en una imagen en una pantalla, sino que es en sí mismo un artificio: el paisaje supone la antítesis del país, es un estado ideal que se independiza del terreno, la parcela de tierra a la que hace referencia (Mitchell, 2002, p.15). El proceso por el cual el país se convierte en paisaje lo describe el filósofo Alain Roger (2000) como una artialización, es decir, una transformación en objeto de contemplación estética por medio de la mirada (in visu) o de la directa intervención sobre el entorno natural (in situ) (p.20). Como indica el término que ha escogido para denominar este proceso, Roger centra el concepto de paisaje en el ámbito del arte e indica que, aunque se ha mantenido durante siglos la convicción que el arte debe ser una imitación perfecta de la naturaleza, en realidad la vocación del artista es “negarla, neutralizándola para producir los modelos que nos permitirán, al contrario, moldearla” (p.14). La artialización de la naturaleza se convierte así en un acto de dominación, una transformación de un medio considerado originalmente hostil y posteriormente domesticado y adaptado a los usos que le da el hombre. Mitchell (2002) coincide con esta percepción del paisaje como un instrumento de poder, que “naturaliza una construcción social y cultural, representando un mundo artificial como algo simplemente dado e inevitable” (p.2). Así, el paisaje, lejos de ser una mera instantánea de un entorno natural, una imagen inocua que nos transporta a dicho espacio, es una composición forzosamente ficticia y marcada por una determinada relación entre el ser humano y la naturaleza.
La observación de un paisaje, según indica el filósofo Jeff Malpas (2011), implica una particular interacción con el entorno y con la manera en que el individuo concibe su existencia en el mundo (p.19). De esta manera, el paisaje forma parte de la relación entre el yo y el Otro, lo que es propio y lo ajeno. El Otro, en este caso la naturaleza, es concebido como algo externo y extraño, que debe ser dominado para formar parte de lo propio, la esfera de lo humano. No es extraño, nos recuerda Malpas, que el auge de la pintura de paisaje coincida con el crecimiento de las ciudades, con el consecuente distanciamento del modo de vida rural (p.8). Roger (2000) describe el paisaje como “un invento de los urbanitas” (p.31) y afirma que lo que produce no es un acercamiento al entorno campestre, si no un alejamiento de la naturaleza, ahora recodificada como entorno idílico, de ocio y contemplación, en contraste con la ajetreada vida en la ciudad. En las urbes, la naturaleza se ve delimitada a los espacios acotados de jardines y parques, así como los elementos de mobiliario urbano que permiten disponer ordenadamente árboles y plantas en los laterales de las vías de paso. Controlada y domesticada, la naturaleza halla en el jardín un espacio adecuado a las necesidades de las personas: es un hortus conclusus, una forma cerrada que excluye lo salvaje y más aún, ordena lo que contiene según criterios humanos. De esta manera, el jardín es en sí mismo un artificio (Brook, 2011, p.166), lo que Alain Roger describiría como una artialización in situ. Jardín y paisaje representan la dominación del ser humano sobre los sistemas naturales, que deben adaptarse a las condiciones que este les impone. Si, adoptando el término propuesto por Paul Crutzen, consideramos que el impacto de la acción humana sobre la Tierra ha constituido una nueva era geológica, el Antropoceno, vemos cómo la artialización se ha consumado a nivel global hasta el punto de transformar la propia evolución del planeta. En este contexto, la Tierra es ya claramente el dominio del hombre, sin más regiones inhóspitas que las que él mismo ha creado.
Ahora que no queda ningún lugar en el planeta que no se vea afectado por la actividad humana, el orden impuesto por el hombre se concibe como un orden natural. No obstante, como afirma el antropólogo Gregory Bateson (1972) en realidad estamos destruyendo los sistemas naturales de la Tierra, que siguen siendo naturales pero pierden su equilibrio original (p.435). Esta pérdida de equilibrio acrecienta los efectos de lo que conocemos como desastres naturales. Huracanes, tempestades, heladas e inundaciones destruyen el “orden de lugar”, un orden material e ideal establecido por las comunidades humanas. La ilusión de mantener la naturaleza bajo control se desvanece cuando resulta imposible contener unas fuerzas que destrozan todo lo que el hombre ha construido y revelan la fragilidad del paisaje que ha creado. En este sentido, el sociólogo J. Nicholas Entrikin (2011) señala que los desastres naturales se han considerado simples infortunios, un trágico desequilibrio en la armonía entre el hombre y la naturaleza, pese a que son procesos que también implican un cambio y renovación del entorno natural (p.114). Los desastres naturales suponen así el reverso del paisaje como representación de una naturaleza plácida y domesticada, pero también son objeto de una contemplación fascinada por su enorme poder. Convertidos en monstruos temibles, simbolizan el perfecto rival del orden establecido por el hombre, reafirmando la concepción de este último como el “orden natural” frente al “caos” de la naturaleza “salvaje”. La convención establecida por la Administración Nacional Oceánica y Atmosférica (NOAA), que asigna nombres femeninos y masculinos a las tormentas que se producen cada año en Estados Unidos, no hace sino reforzar esta percepción de los sistemas naturales como enemigos. En la relación entre el hombre y la naturaleza se establece así una clara separación. Pese a la ilusión de una convivencia armónica, los sistemas naturales que los humanos no pueden controlar pasan a ser un Otro, a veces temible, que amenaza el orden establecido y por tanto no puede formar parte de él. Así, los desastres naturales dejan de considerarse, en cierto modo, parte de la naturaleza.
Destrucción sublime
Una representación en 3D de una conífera en la ladera de una montaña, esquemática pero realista, se recorta sobre un fondo absolutamente negro. Tanto el árbol como la roca están formados por una nube de puntos blancos que recuerdan a una captura de escáner 3D, aunque se trata en realidad de objetos modelados directamente en el ordenador. Este tipo de representación muestra claramente que la imagen no es real, sino que se trata de un renderizado, una construcción artificial generada por medio de software. Pero a la vez remite a una técnica que se basa en la captura de datos de un espacio real, lo cual conduce a suponer que lo que estamos viendo es la representación virtual de árboles y formaciones rocosas que existen realmente en algún lugar de la Tierra, cuando de hecho no es así. La imagen es sintética, una construcción ilusoria que pese a mostrarse como tal resulta engañosamente fidedigna. En este sentido, es un paisaje que se revela como ficción, pero pese a ello, como todo paisaje, nos invita a percibirlo como una representación auténtica de la naturaleza. Su etérea presencia pronto se desvanece: lentamente, la copa del árbol se disuelve en una espiral de ceniza, una llama fría que consume poco a poco el objeto renderizado hasta hacerlo desaparecer.
En Deforestación, Fran Pérez Rus elabora una visualización de un desastre que se produce en la naturaleza pero no es en absoluto natural. Actualmente, se calcula que el 80 por ciento de los bosques naturales del planeta han sido destruidos, y los restantes siguen desapareciendo a un ritmo de 13 millones de hectáreas por año. Un área de bosque equivalente a la ciudad de Nueva York se destruye cada día (Bjornlund, 2010; Moutinho, 2012). Lo que causa esta deforestación global es principalmente la actividad humana: expansiones de terrenos de pastura, cultivos, tala controlada e incontrolada, minería, establecimiento de comunidades rurales y por supuesto incendios, accidentales o provocados. Según un informe de WWF, cada año arden en España 116.000 hectáreas, habiéndose consumido en los últimos 20 años el 25 por ciento de la superficie forestal del país. Si continua esta tendencia, en 2075 no quedaría ni un solo bosque (Hernández, 2014, p.9). Un dato adicional señala la acción nociva del hombre incluso cuando se propone repoblar el bosque: el 60 por ciento de los grandes incendios forestales se producen en regiones en las que no se ha respetado la biodiversidad, creando masas homogéneas de especies muy inflamables como Eucaliptus, Pinus halepensis o Pinus pinaster, lo cual ha facilitado que estos bosques ardan con mayor facilidad (Hernández, 2014, p.10). Los bosques, por tanto, no sólo desaparecen a medida que los árboles son talados o quemados, sino que en muchos casos son transformados en conjuntos artificiales de especies no autóctonas. Dejan así de formar parte de su entorno natural, entendiendo este como el que se forma en el mismo lugar sin la intervención del hombre, y pasan a ser algo extraño al medio en que se insertan. Como afirma Bateson, por medio de esta manipulación de los bosques introducimos el desequilibrio en los sistemas naturales que facilita su posterior destrucción.
Esta fragilidad y artificialidad de los bosques se ve reflejada en el modelo 3D creado por Pérez Rus, una aséptica simulación que es paradójicamente real, en cuanto atiende a la esencia, más que a la apariencia, de aquello a lo que se refiere. El filósofo Jean-François Lyotard vincula los paisajes y los bosques con aquello que se sitúa en lo informe e incontrolado: “se solía decir que los paisajes –pagus, esas tierras fronterizas en las que la materia se presenta en una forma primitiva antes de ser domesticada– eran salvajes porque siempre eran, en el Norte de Europa, bosques [forests]. FORIS, fuera. Más allá del cercado, más allá de los cultivos, más allá del ámbito de la forma” (citado por Kastner, 2012, p.38). Si entendemos el bosque como materia primitiva e informe, que se sitúa más allá de la esfera de lo humano, sin duda la manera más adecuada de representarlo es por medio de la efímera armazón de puntos que construye el artista y deja flotando en el vacío. El árbol así representado no puede formar parte de una visión idealizada de la naturaleza, sino que se muestra como el elemento extraño y misterioso que es, mientras se consume ante nuestros ojos. Este proceso de destrucción, pausado y elegante, provoca a la vez desasosiego y fascinación, en cuanto nos recuerda la progresiva, creciente e imparable desaparición de los espacios naturales vírgenes. Los datos que he presentado anteriormente acerca de la deforestación sugieren una terrible imagen, la de la rápida devastación de grandes superficies boscosas, enormes masas de vegetación reducidas a terrenos yermos. Sin embargo, Fran Pérez Rus decide mostrar este proceso no desde la perspectiva de una visión global de las áreas de bosque perdidas, si no centrándose en unos pocos árboles que se disuelven gradualmente en un escueto paisaje sintético. Este enfoque nos recuerda inevitablemente al paisaje romántico, a los árboles solitarios, las cimas desoladas, las ruinas decadentes y las escasas y diminutas figuras humanas que pueblan los lienzos de Caspar David Friedrich. Así como el pintor alemán expresó una visión de lo sublime en la naturaleza, en las frágiles coníferas generadas por ordenador encontramos una forma de sublimidad, en cuanto la imagen de un incendio forestal suscita de terror y melancolía (sentimientos que Immanuel Kant asocia con lo sublime) pero también resulta extrañamente bella.
Materia, huella y olvido
La desaparición del árbol renderizado, que podemos contemplar como una experiencia estética, nos lleva a considerar nuestro distanciamiento de la naturaleza y cómo este nos hace proclives a una cierta indiferencia, a una forma de olvido. Cada vez resulta más cierta la irónica afirmación del escritor Georges Perec: “no tengo gran cosa que decir acerca del campo: el campo no existe, es una ilusión […] El campo es un país extranjero. […] Yo soy un hombre de ciudad” (Perec, 1974, p.93). A la clara separación entre el urbanita y los espacios naturales que se destila de estas palabras le acompaña una desdeñosa negación de la propia existencia del campo. Si el campo no existe, a quién le importa lo que sucede allí. No forma parte de nuestra realidad cotidiana: que se tale un árbol no es algo que nos afecte tanto como un apagón, un atasco o una huelga de metro. A través de la distancia se forja el olvido: la conciencia de esa naturaleza salvaje, informe, que queda más allá del terreno cultivado, se va desvaneciendo poco a poco. El árbol arde y se consume, efectivamente, pero es un incendio frío, lejano y apenas perceptible. Los bosques desaparecen, no sólo del planeta sino también de nuestros pensamientos cotidianos, se disuelven sin dejar rastro, como una marca de agua que se seca o un archivo que se borra del disco duro. En este sentido, podemos interpretar los paisajes que crea el artista como una metáfora del olvido, la sistemática deforestación de la mente del hombre de ciudad, que no concibe ya aquello que queda fuera de sus cultivos, de los espacios que le resultan útiles (incluido el monte en el que disfruta de un picnic los domingos) y de los procesos que entiende y controla. ¿Para qué sirve un bosque? ¿Qué utilidad tiene una masa de árboles en una llanura o la ladera de una montaña si no ha sido acondicionada con mesas, papeleras, un aparcamiento y un espacio de juego para los niños? En la mente deforestada no hay lugar para aquello que ocupa un espacio en el planeta y no es explotado para usos humanos. En esta omisión de la misma existencia del campo se cultivan las acciones que conducen a la devastación del veinte por ciento restante de los bosques naturales.
En el espacio virtual de un modelo 3D resulta mucho más fluido y natural hacer desaparecer las cosas. El propio entorno es efímero e inestable, una mera representación o puesta en escena de los datos contenidos en un archivo. Estos mismos datos están condenados a su desaparición, en razón de una obsolescencia programada que los hará ilegibles a medida que el software empleado por el artista sea reemplazado progresivamente por nuevos programas y sistemas operativos que un día dejarán de ser compatibles con el archivo original. Incluso el disco duro en el que se aloja actualmente dicho archivo dejará de funcionar dentro de unos años. El artista escapa a esta inestabilidad conservando un vídeo del proceso generado por el ordenador, un registro de la sucesión de cálculos realizados por la máquina en un determinado momento, en la forma de una imagen en movimiento que se reproduce sin fin. Esta escena, que se mantiene intangible en una proyección sobre la pared, se completa con una serie de piezas que trasladan la imagen del árbol a la materia que se extrae del mismo. El artista aplica con consciente ironía la técnica del pirograbado a unos paneles de madera en los que plasma varias imágenes de los árboles en un estado previo a su destrucción. Una frase encontrada en un blog le inspiró esta materialización de la imagen: “Los seres humanos somos las únicas criaturas en la tierra capaces de talar un árbol para producir papel y luego escribir en él: «salven a los árboles.»” La contradicción que expresa esta afirmación ilustra elocuentemente el distanciamiento que experimentamos respecto a la naturaleza y el olvido que este genera. En las obras que crea Fran Pérez Rus, los paneles de madera no son simples soportes rígidos y la técnica empleada no es tan sólo una manera efectiva de trasladar una imagen a dicho soporte, sino que tanto la materia como el quemado de la misma incorporan un evidente significado a las piezas. El incendio frío modelado por ordenador se hace visible en la madera gracias a una quema precisa, y por supuesto cálida, que no conduce a la desaparición del árbol sino a fijarlo sobre el soporte como una imagen permanente. Uno de estos grabados, además, hace una referencia más directa a la frase encontrada al instar al espectador a “salvar a los árboles” perpetuando este mensaje en un trozo de madera que ha sido cortada y quemada con el único fin de comunicar dicho mensaje.
La contradictoria relación entre soporte y contenido también se da en la serie Registros, doce impresiones sobre papel de troncos modelados en 3D a partir de capturas realizadas con fotogrametría. Esta técnica permite reproducir la textura de una superficie por medio de la medición de numerosas imágenes de la misma, transformando la información bidimensional en tridimensional y generando un objeto virtual. De esta manera, los troncos reales son digitalizados y convertidos en formas intangibles que no obstante evocan una sorprendente tactilidad gracias a una reproducción minuciosa. A diferencia de las imágenes de la deforestación, el artista parte en este caso de una captura de árboles reales, pero sólo reproduce su corteza, que en el modelo 3D aparece como una carcasa hueca, más parecida a un molde que al objeto real. Los troncos se muestran así como meras huellas, registros parciales de la naturaleza que el artista ha sometido al escrutinio de una máquina. El proceso que lleva del tronco del árbol a la carcasa generada por ordenador también aporta una lectura adicional al proyecto. Fran Pérez Rus salva la distancia que le separa de la naturaleza apropiándose de la textura de las cortezas para conservarla en el entorno virtual que genera un software de modelado en 3D. De esta manera, podemos decir, conserva la huella del árbol y su propia existencia, salvándolo del olvido (al hacerlo presente ante nuestra mirada) y de su posible desaparición (al conservar un registro digitalizado). El árbol ha sido por tanto “salvado”, en el doble sentido del verbo “to save” en inglés, que también se refiere al hecho de guardar un archivo en el disco duro del ordenador. La necesidad de “salvar a los árboles” se puede entender, por tanto, no sólo en relación a la deforestación que se produce a nivel global en los bosques naturales, sino también en cuanto a la importancia de impedir esa deforestación íntima que tiene lugar, día tras día, en nuestro pensamiento.
Bibliografía
Bateson, G. (1972) Steps to an Ecology of Mind. Chicago: University of Chicago Press.
Bjornlund, Lydia D. (2010) Deforestation. San Diego: Reference Point Press.
Brook, I. (2011) “Reinterpreting the Picturesque in the Experience of Landscape”, en: J. Malpas (ed.) The Place of Landscape. Concepts, Contexts, Studies. Cambridge y Londres: The MIT Press, p.165-182.
Entrikin, J.N. (2011) “Geographic Landscapes and Natural Disaster” en: J. Malpas (ed.) The Place of Landscape. Concepts, Contexts, Studies. Cambridge y Londres: The MIT Press, p.113-130.
Hernández, L. (2014). Los bosques después del fuego. Análisis de WWF sobre la necesidad de restaurar para reducir la vulnerabilidad de los bosques. Informe WWF España. Consultado el 5 de junio de 2016 en: http://www.wwf.es
Kastner, J. (ed.) (2012). Nature. Cambridge y Londres: Whitechapel Gallery y the MIT Press.
Malpas, J. (2011) “Place and the Problem of Landscape”, en: J. Malpas (ed.) The Place of Landscape. Concepts, Contexts, Studies. Cambridge y Londres: The MIT Press, p.3-26.
Mitchell, W.J.T. (ed.) (2002). Landscape and Power. Chicago: University of Chicago Press.
Moutinho, P. (ed.) (2012). Deforestation Around the World. Rijeka: InTech.
Perec, G. (1974). Éspèces d’espaces. París: Editions Galilée.
Roger, A. (2000). Breu tractat del paisatge. Barcelona: Edicions La Campana.
Por Santiago Morilla
Tengo que ver una cosa mil veces antes de verla una vez. (Thomas Wolfe)
Empecemos por el principio, seamos sinceros… ¿Tenemos tiempo para mirar las nubes? ¿Lo hacemos acaso? Y si es así, ¿sabemos interpretar qué nos están diciendo? Sin duda, cada espectador observará y reaccionará a sus formas desde múltiples lugares de enunciación. Pero, ¿qué nos dicen? ¿Desde dónde las observamos?
Amanecer entre altocúmulos
Si aplicamos el principio socrático, y seguimos desgranando (permítaseme aquí) nuestra nublada ignorancia con cierta actitud retórica, cabría también preguntarnos: ¿De qué están compuestas? ¿De dónde vienen y hacia dónde van? ¿Qué significan sus alturas, sus halos solares, sus velos blanquecinos o sus distribuciones desgarradas, rotas, aborregadas y enladrilladas? ¿Somos capaces de identificar únicamente pareidolias en ellas (figuras o caras que ya preexistían en nuestra base de datos cerebral)? Para un especialista meteorólogo estas preguntas no tienen sentido alguno, ya que el idioma de las nubes describe ciertamente una fenomenología de carácter empírico que habla –por ejemplo– de inestabilidades atmosféricas geolocalizadas, de contaminaciones ambientales extremas, de previsiones para las cosechas o –incluso– de recomendaciones para agendar los próximos lanzamientos espaciales. Pero este texto no pretende hablar de meteorología, sino que quiere plantear –de entrada– cómo (desde la práctica en arte contemporáneo) las nubosidades de nuestros sesgos cognitivos y perceptivos se precipitan señalando las circunstancias (fricciones, dudas y negociaciones) de nuestra actual habitabilidad planetaria, formalizadas a su vez en los imaginarios sociales, culturales y colectivos. Imaginarios que, recordemos, para el filósofo Cornelius Castoriadis son las creaciones incesantes e indeterminadas (histórico-social y psíquicamente hablando) que, a modo de ciclo hidrológico, circulan (se evaporan, condensan y precipitan) en las imágenes que nos ayudan a hablar de alguna cosa (2007, p. 12). No en vano, estas nubosidades, con sus imágenes e imaginaciones en claros y oscuros, conforman aquello que llamamos realidad.
Si bien es cierto que no todos somos especialistas meteorólogos (ni ciertamente necesitamos serlo para hablar de nubes), también parece claro que –en cierto modo– hemos perdido capacidad de agencia para leer el entorno climático, tecnológico y relacional. Hemos perdido un importante grado de conexión personal con los medios (ambientes) circundantes, capaces de aglutinar las lecturas de la interrelación con las múltiples agencias de observación que están fuera de la cosmología humana y que, sin duda, tienen sus propias lógicas relacionales y sus propias dinámicas ecológicas. Quizás, a estas alturas, podríamos acordar que –por ejemplo– nuestros ancestros estaban más familiarizados con la morfología de las nubes, y también –cómo no– con las siluetas de los depredadores aéreos que volaban entre ellas. Les iba la vida en ello. Reconocer dichas siluetas era crucial para la vida de sus rebaños, de su familia, de su economía. Mirar hacia arriba era un acto vital, automático. Interpretar una nube o reconocer el vuelo de una rapaz suponía un útil e interiorizado acto de supervivencia. Un acto, a la postre colectivo, que con el tiempo definió los límites del imaginario que estaba siendo transmitido de generación en generación.
Pero, poco a poco, simplemente, dejamos de mirar así. El mundo ha cambiado radicalmente, y con él nuestra mirada, las nubes, los depredadores. Hoy reconocer las siluetas de los drones asesinos entre aquellos que no lo son puede marcar la diferencia entre la vida y la muerte. Reconocer las distintas tipologías de los vehículos aéreos militares no tripulados (drones de vigilancia y de guerra) puede ser un acto personal de resistencia subversiva, pero también puede ser considerado como una necesaria actualización al contexto ambiental y al estrato epistémico contemporáneo. Hoy, reconocer una nube tóxica o una elevada concentración de gas o –incluso– saber dónde se encuentran los puertos de entrada de los cables de fibra óptica submarina, puede marcar la diferencia. La interpretación de las imágenes que hablan de nuestra realidad nos exige una profunda actualización ante los complejos tiempos que nos ha tocado vivir. Nos empuja a realizar un update del imaginario instituido que reconozca nuestra fragilidad ante las multicrisis ecosistémicas que se precipitan sobre todos los órdenes de la vida.
Asumir de entrada, en este texto, que existen nubosidades en los actuales imaginarios (instituidos, pero también instituyentes) es insinuar cierta indeterminación en los escenarios, los marcos y las redes simbólicas que compartimos, y que son copartícipes de los procesos cognitivos sin los cuales una sociedad no podría sobrevivir. Por eso, poder mirar y pensar, pero también poder imaginar una nube, es una manera de enmarcar las dificultades que tenemos los humanos para encarar nuestra existencia y reconocer nuestra profunda desconexión con el entorno, entendido éste como una suerte de mente extendida y colectiva, copartícipe de la propia existencia en términos materiales y simbólicos (Larrañaga, 2023). Dicho de otro modo, lo que sabemos de algo (una nube) determina materialmente lo que ese algo es, o termina siendo, a tenor de los efectos antropogénicos que podemos reconocer sobre el planeta Tierra. Como sostiene Gregory Bateson, y explica el también antropólogo Tim Ingold, «tanto mente como ecología están situadas en las relaciones entre el cerebro y el medio ambiente circundante» (2000, pp. 17-18). No podemos escapar del ciclo de reciprocidades simbióticas, entre idea y materia, entre mente y entorno. Las nubosidades –así consideradas– están suspendidas sobre nuestras cabezas tanto como sobre nuestras experiencias. Están suspendidas también sobre toda posibilidad de surgimiento de otra imaginación emancipadora, capaz de recomponer la relación que establecemos con la vida, capaz de proponer otro nosotros/as.
Cuando amanecemos entre altocúmulos es de esperar tiempos inestables en el lugar de la observación. Por lo general, la presencia de estas nubes en las mañanas calurosas precede el posterior desarrollo de fuertes tormentas. Pero, ¿las reconocemos a tiempo? Y/o, ¿sabemos interpretar sus signos de inestabilidad –real y metafóricamente hablando–? O acaso, ¿nos hemos acostumbrando a amanecer entre altocúmulos, en un estado permanente de alarma planetaria? La antropóloga ecofeminista Yayo Herrero nos recuerda que las ausencias (materiales y morales) y los extravíos (del sentido común), ambos frutos de nuestra desconexión y pérdida del horizonte planetario, nos invaden de un miedo tal que pendula desde la reprimida indiferencia hasta el estupor más absoluto. Pero, ya sea en su condición consciente o inconsciente, es precisamente al miedo al que hay que invocar como esa potencia capaz de articular un espacio común de resistencia (Herrero 2021, pp. 37-50). Una potencia de reacción que ya el filósofo Timothy Morton (2019) consideró el eje de su «ecología oscura», como la primera línea de batalla contra el bloqueo político y estético generalizado, la depresión y el enfado motivado por la impotencia, la culpa y la delegación de responsabilidades en los muchos duelos de las crisis derivadas del colapso ecosistémico.
Desde el principio, vemos que no hay un horizonte o imaginario común desde el que interpretar en toda su dimensión las nubosidades que nos sobrevuelan (y se precipitan en forma de miedo), pero sí indicios y vínculos semánticos que nos hermanan con lo no humano desde el conocimiento-de-la-imagen-mundo-común. Porque, como señala el filósofo Santiago Alba Rico, «si se pierde la memoria se pierde igualmente la imaginación; y –por último– si se renuncia a la responsabilidad se renuncia al mismo tiempo a la esperanza» (2021, p.16). Si sobre las brasas del miedo reconocemos nuestra arrogante ignorancia, quizás podamos recuperar la memoria, contra-imaginar y responsabilizarnos de nuestra mirada –juntas y juntos– sin negar los evidentes límites planetarios y sin caer en éticas y estéticas extraterrestres. En la voluntad de esa nueva mirada queda suspendida la pregunta: ¿En qué planeta vivimos realmente? Y, sobre todo, ¿podemos acaso mirarlo, estrenando nuevos ojos, a través del arte contemporáneo? De eso, trata principalmente la propuesta artística New Clouds.
Mediodía en el cloud computing
Las nubes digitales del artista Fran Pérez Rus invaden toda la atmósfera de la sala ático del Palacio Condes de Gabia (Granada), que antaño funcionaba como sala de cine. Flotan, en el bucle generativo de su obra de animación The Volume (2023), dentro un sistema-marco donde la mediación tecnológica atraviesa y permea una experiencia expositiva que ha culminado su transición desde la imagen fílmica hasta la imagen-dato. Son, de hecho, nubes ficticias en constante formación, modeladas por ordenador, que nos recuerdan que la actual dependencia tecnológica de la mirada ha reconfigurado de manera radical las condiciones que afectan a los actuales procesos de subjetivación, a la manera en que nos acercamos, percibimos y entendemos lo que estamos viendo. Porque ya no somos meros espectadores pasivos, somos inforgs, según el término propuesto por el filósofo informacional Luciano Floridi (2015), interactuantes híbridos (materiales y virtuales) que hemos adoptado una forma simbiótica con la información ambiental mediada tecnológicamente. O dicho de otra forma, somos el resultado de informatizar la categoría de sujeto y de agencia onlife, siempre dispuestos al post, al like y a la interacción en línea, es decir, plenamente disponibles en el espacio-tiempo de la computación ubicua como potenciales recursos extractivos. Y es que es desde esta condición que contemplamos el fluido espectáculo del proyecto New Clouds de Pérez Rus. Una perfecta metáfora del llamado cloud computing, la red de servidores externalizados y deslocalizados, encargados de atender las peticiones de millones de inforgs en cualquier momento y lugar, en tiempo real y desde cualquier dispositivo tecnológico móvil o fijo. Y también, es desde esta condición que nos podemos reconocer en las formas de sus nubes, mientras los datos nos devuelven la mirada, esperando el momento idóneo para precipitarse sobre nuestras pantallas.
Pero, más allá de la mera contemplación o –incluso– más allá de la materialidad de nuestros propios ojos y dedos, la relación que entablamos con la tecnología ha trascendido su condición protésica como mero repositorio de la memoria colectiva, y supera lo que Bernard Stiegler (2002) llamó lo «inorgánico organizado». Más bien, hoy, dicha relación estaría profundamente encriptada dentro de una cibernética ubicua con capacidad de agencia y gobernabilidad algorítmica y –al tiempo– gran depredadora de recursos naturales; es decir, la tecnología actual sería lo que Yuk Hui (2022) llama el «inorgánico organizante», un superorganismo que ha comenzado a sentirse cómodo en su nuevo estado orgánico, donde los inforgs seríamos (aún) partes esenciales pero indefectiblemente subordinadas. Tendríamos, por consiguiente, que considerar lo maquínico y lo computacional no por su capacidad asistencial (Sadin 2017) sino como todo un sistema medioambiental que nos contiene (computación cuántica, Internet de las cosas, big data, smartización de las ciudades, masificación de sensores, minería de datos y modelos avanzados de cálculo probabilístico, inteligencia artificial, etc.), y donde habríamos de resituar consciente, responsable y críticamente nuestra mirada. Porque, como nos advierte Hui, «la forma de participación de la tecnología es fundamentalmente medioambiental y al mismo tiempo transforma el medioambiente» (2022, p. 267).
Desde este enfoque, compartido por la epistemología ecológica de Gregory Bateson, podemos entender en qué mundo vivimos realmente recuperando el concepto de «Tecnosfera» (originalmente acuñado por el geólogo y geoquímico Vladímir Vernadski) para, así, situar nuestra actual mirada crítica hacia este sistema-marco compuesto por los artefactos e infraestructuras creadas por el ser humano. Una suerte de biotecnoesfera entendida como una interfaz operativa entre la materia viva y la inerte, que hoy parece un acertado modelo descriptivo para designar nuestro contexto habitacional en el planeta Tierra. Recordemos que, posteriormente, el científico Peter Haff (2013) incidiría en el hecho de que dicha esfera, compuesta por sistemas tecno-sociológicos interconectados a nivel mundial, afectaba de manera determinante al medio ambiente y era responsable, entre otras cosas, del aumento de la temperatura y de la contaminación en el contexto de la crisis ecosistémica global.
Con este marco contextual ya fijado, es importante atender al hecho de que nuestra actual condición inforg depende indudablemente del permanente desarrollo y mantenimiento de las ingentes infraestructuras satelitales, marinas y terrestres, que posibilitan la transmisión de grandes volúmenes de datos, y que esto tiene sus evidentes consecuencias medioambientales. Una cuestión que es central en el actual proyecto artístico de Pérez Rus, que llega incluso a afirmar que «a pesar de saber que como civilización lo estamos haciendo mal, preferimos seguir inmersos en nuestro mundo de pantallas y recreaciones virtuales». El hecho de que el cloud computing nos facilite una interacción ubicua aportando fluidez al procesamiento de datos y ayudando a la liberación de los pesados discos duros locales, ha implicado también el consiguiente crecimiento de las llamadas granjas de servidores y los centros de datos (con sistemas antincendios, alimentación ininterrumpida, aire acondicionado y refrigeración de servidores, etc.). Infraestructuras responsables de un alto porcentaje del consumo eléctrico y de las emisiones de CO2, entre otros impactos que responden a su imparable crecimiento infraestructural. Sin embargo el artista no es en absoluto un stopper (término anglosajón usado para designar a los que se interponen en el uso de la tecnologías en la nube), sino que –más bien– su obra parece interpelarnos para que atravesemos completamente el simulacro tecnológico, aparentemente inocuo, volátil e intangible. Nos invita a considerar que su materialidad y su potencial contaminante queda invisibilizado en los medios digitales cuando, simplemente, enviamos un email, hacemos una transacción bancaria o vemos un video en la sala de exposiciones, o en nuestra plataforma on line favorita. Y esto es así porque la trazabilidad de nuestras acciones inforg tiene su «materialidad desplazada», como apunta el físico y escritor Agustín Fernández Mallo (Bahamonde 2021). Porque no vemos los efectos directos de su gasto energético, de su coste extractivo o de su corrupción material a corto o medio plazo. Simplemente padecemos los efectos indirectos de lo «inorgánico organizante» en el ecosistema tecnosférico en la medida que sus múltiples cadenas de producción y retroalimenación dejan huellas, cadáveres, reacciones termodinámicas, tóxicos y signos de tormenta. En consecuencia, pareciera que uno de los retos principales a los que nos empuja la propuesta artística New Clouds tendría que ver más con mudar la mirada hacia otra consideración más ambiental e integradora entre lo humano y lo tecnológico, en tanto que comparten sus mismas lógicas operacionales recursivas.
Atardecer dentro de la tormenta tecnosférica
Nada más entrar al particular espacio expositivo que nos propone Pérez Rus, las referencias y apropiaciones meteorológicas de las instalaciones Convection y Turbulence (2023), nos advierten de que nos sumergimos en una experiencia artística que explora las complejas tensiones ecológicas de la Tecnosfera. Es más, con los impresionantes y turbulentos ojos de huracán de las imágenes satelitales Supercell I y Supercell II (2023), esa inmersión queda plenamente situada espacialmente. Pero además, el proyecto se complementa con la presencia en la edición de este libro de la serie New Clouds (2023), inquietantes secciones nebulares en 3D procesadas a partir de imágenes satelitales de la NASA. Con todo ello, ya sea desde la sala de exposiciones o entre líneas y páginas, el artista nos invita a participar del libre juego de reciprocidades y afecciones entre lo abstracto y lo concreto, entre el simulacro y lo real, entre la fenomenología de la representación mediada tecnológicamente y –digámoslo así– la materialidad medioambiental de la que formamos parte. Si aceptamos plenamente su juego, participaremos de un ecosistema informacional que queda determinado por su forma de hacerse ver, de aparecer ante nosotros, de tematizar la experiencia expositiva donde el visitante, como si de una partícula inforg que flota en el espacio-red se tratase, reflexionará sobre su vector tecnosférico dentro de la mecanización de la naturaleza (que tan comúnmente tratamos como un mero recurso para consumir, trofeo que exponer o icono que viralizar). Por eso al artista le interesa tanto imitar la imagen técnica con la que trabajan los meteorólogos cuando procesan los datos medioambientales, por eso modeliza las nuevas súpertormentas que están apareciendo en estos últimos años… porque en esos datos y en estas tormentas también quedamos retratados, subsumidos, interpelados. Y entendemos que con todo ello, no busca espectacularizar ni rentabilizar la distopía, sino abordar la accidentalidad de nuestra época y el devenir catastrófico de lo sensible, para activar así una posible emancipación psíquica y colectiva de nuestra condición inforg.
En otro espacio de la sala de exposiciones, nos aguarda la obra From my Screen to The Sky (2021), una animación 3D con un contenido hipnótico e inquietante, precisamente por su literalidad revelada. Se trata de un vídeo que muestra un plano fijo sobre fondo negro de una chimenea cuya emanación es captada gracias a la visión térmica. Podemos observar el multicromático baile del calor liberado a la atmósfera que, de no ser por la manipulación de los niveles de luz infrarroja, permanecería invisible a nuestros ojos. Así, con una mínima manipulación de la imagen-dato, el artista hace literal aquello no enunciado, lo no visto, lo cuantificado pero no singularizado. Podemos entender que su acción sobre la imagen digital es eminentemente performativa, según sostiene el crítico de arte y teórico de los medios Boris Groys (2008, p. 84). Es decir, es una acción sobre un particular flujo de datos que siempre depende de las traducciones tecnológicas y computacionales, así como de sus posibles prácticas abusivas y de sus límites materiales. Porque cada vez que un archivo digital viaja, a través de la interpretación del software de visualización, su acción se encuentra (y se nos ofrece) como una puesta en escena en sí misma, como una performance visual que siempre masajea el hardware. En la línea de lo que nos recuerda la artista e investigadora Hito Steyerl, participar críticamente de la imagen también es «participar en la materialidad de la imagen tanto como en los deseos y fuerzas que esta acumula» (2014, p.55). Es por ello que a Pérez Rus no se le escapa la importancia de la circularidad (tan presente en el discurso de todo el proyecto New Clouds) y que, especialmente en From my Screen to The Sky, nos señala el hecho de que el soporte donde se desvela la imagen también se calienta, precisamente por realizar su labor performativa, participando con ello del ciclo termodinámico planetario del que todos, humanos y no humanos, formamos parte. Pero, entendemos que lo más importante, aquí, es que las transferencias de energía también se producen sobre todo –cómo no– en un plano discursivo y simbólico, capaz de desencadenar otras transformaciones. Si una vez aceptado el juego expositivo/discursivo del artista, considerásemos que una pantalla (un móvil, una fotografía o un libro, por ejemplo) no es un mero trasto inerte, y que su materialidad y los mensajes que atesoran pueden entenderse como toda una constelación de «tensiones, fuerzas, poderes ocultos, todo ello en permanente intercambio» (Steyerl 2014, p. 58), entonces ya podríamos mirar las cosas como lo que son, como tú y como yo, como nodos de una misma red de interdependencias medioambientales.
Empezábamos este texto preguntándonos qué veíamos en las nubes, desde qué condición las observábamos y sobre qué mundo llovían sus gotas, sus datos… y ahora, lo queremos terminar del mismo modo, con más preguntas sobre la experiencia artística reverberada por New Clouds. Porque la propuesta de Pérez Rus no se agota en la activación de una subjetivación ecológica actualizada al momento actual, sino que también nos propone una mirada no antropocentrada (ni capitalocentrada) sobre las cosas, para entenderlas como acumuladores de fuerza simbólica, como fuerzas del deseo, cómplices y aliados, pero también como agentes autónomos capaces de participar la destrucción, la contaminación y la corrupción ecosistémica. ¿Acaso es observar la representación de la naturaleza –en este caso ya postnaturaleza– del proyecto New Clouds un mero acto de consumo? ¿Seguimos consumiendo imágenes como nos consume la vida, como un espectáculo que nos aleja de la experiencia directa? Estas preguntas –que remiten al pensamiento situacionista de Guy Debord (1995)– habrían de actualizarse para el escenario del actual capitalismo informacional hipertecnificado. Por lo tanto, habríamos de explorar nuevas posibilidades para la vida buena cambiando las formas de la experiencia (situaciones) en la Tecnosfera. Pero si los situacionistas luchaban contra la represión de la sociedad de la abundancia, hoy nos encontramos en un contexto de precariedad en permanente crisis ecosistémica, donde el problema se ha acentuado sobre la base de la expropiación de las condiciones de la existencia en beneficio del capital concentrado. Así, y con todo, las preguntas siguen siendo pertinentes: ¿Podría el arte cambiar las formas de la experiencia en este contexto? ¿Acaso necesitamos enmarcar las fenomenologías de la Tecnosfera para poder pararnos a disfrutarlas, o a reflexionarlas críticamente en una sala de exposiciones?
New Clouds se sitúa claramente en la búsqueda de un tipo de práctica simbólica que genere efectos vivos, sin vuelta atrás. Es un proyecto que promueve hoy –más que nunca– la modificación de la mirada sobre aquel humano y no humano que coparticipa de lo medioambiental tecnosférico. Y para dispositivar su intención, el privilegiado contexto de la sala de exposiciones sigue aún efectuando su particular embrujo sobre una necesaria atención pausada y reflexiva (tanto como sobre el consumo del icono). Sí, el proyecto nos invita a parar, a mirar hacia arriba de otra forma, a identificar los nuevos depredadores que nos sobrevuelan (así como también a consumir el relato expuesto). Por eso una posible salida a nuestra contradictoria experiencia con lo medioambiental no humano (seres, cosas y tecnologías), aún atrapada bajo la lógica de la lluvia mercantil (instrumentalización para la explotación y rentabilidad económica sin fin), sería la liberación (material y simbólica) –como sentenciaba el artista y crítico de arte Boris Arvatov (1997)– de la esclavitud de su estatuto en tanto mercancía capitalista. Somos aún –lo sabemos– mercancías, todas y todos, inforgs, cosas, algoritmos, nubes, glaciares y ecosistemas vivos, que sin lugar a dudas podríamos empezar a contraimaginar derechos que defender y nuevas imágenes a producir, pero –eso sí– a través de nuestra participación activa en la descanegrización tecnológica.
¿Puede escapar el arte al cálculo de probabilidades anticipadas? ¿Puede escapar a las inercias de la rentabilidad (capacidad de monetización en la interacción, viralización, apropiación, etc.) de la imagen tecnificada? ¿Podemos pensar con las imágenes-dato de Pérez Rus como un sistema interrelacional y activo que se disputa un nuevo y necesario imaginario de resistencia, capaz –en parte– de transformar el mundo y cambiar la vida? Creemos que sí. Pero eso implica mirar de nuevo –a pesar del miedo– el enredo del que formamos parte. Implica mirarnos volátiles y transitorios, al tiempo que corresponsables de las tormentas que se precipitan sobre nuestro propio imaginario.
Referencias:
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Arvatov, Boris; y Christina Kiaer. (1997). «Everyday Life and the Culture of the Thing (Toward the Formulation of the Question)». October (81), pp. 119-128.
Bahamonde, Antonio. (2021). «¿Podría caerse internet?». El Cultural, El Español. Disponible en:
<https://www.elespanol.com/el-cultural/opinion/dardos/20211220/podria-caerse-internet/636186808_0.html>
Castoriadis, Cornelius. (2007). La institución imaginaria de la sociedad. Buenos Aires: Tusquets.
Debord, Guy. (1995). La Sociedad del Espectáculo. Santiago de Chile: Ediciones Naufragio.
Floridi, Luciano. (2015). «Hiperhistoria, el surgimiento de los sistemas multiagente (SMA) y el diseño de una infraética». En Martínez Ruíz, Xicoténcatl (Coord.), Infoesfera (pp. 17-46). México, D. F.: Instituto Politécnico Nacional.
Groys, Boris. (2008). Art Power. Cambridge, Massachusetts: The MIT Press.
Haff, Peter K. (2013). «Technology as a Geological Phenomenon: Implications for Human Well-being». Geological Society, London, Special Publications (395), 301-309.
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Ingold, Tim (2000). The Perception of the Environment. Essays on Livelihood, Dwelling and Skill. London & New York: Routledge.
Larrañaga Altuna, Josu. (2023). «Imaginarios en disputa». ¬Accesos. Revista de investigación artística (6), 146-159.
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Sadin, Éric. (2017). La humanidad aumentada. La administración digital del mundo. Buenos Aires: Caja Negra.
Steyerl, Hito. (2014). Los condenados de la pantalla. Buenos Aires: Caja Negra Editora.
Stiegler, Bernard. (2002). La técnica y el tiempo 1: El pecado de Epimeteo. Hondarribia (Guipuzkoa): Hiru.